La transparencia es imprescindible para el buen funcionamiento de la democracia, pues no solo constituye la mejor arma contra la corrupción, sino también la principal garantía para la ciudadanía de que la función pública se está realizando a cabalidad. El Salvador dio un gran paso en este sentido al aprobar la Ley de Acceso a la Información Pública, una de las normativas que más favorecen la transparencia gubernamental. Sin embargo, lo que un día fue muy buena noticia se ha ido desvaneciendo con el paso del tiempo. El primer golpe a la Ley fue su propio reglamento interno, que impuso serias limitaciones al ejercicio del derecho y dejó a juicio del Ejecutivo lo que puede ser informado. Ya en ese momento se buscó limitar el acceso a la información pública por motivos de "seguridad nacional", "seguridad política" e "intereses económicos o comerciales del país". En respuesta, la Sala de lo Constitucional declaró inconstitucionales algunos de los puntos del reglamento y le devolvió a la ley lo que este le había pretendido quitar. En la sentencia de la Sala quedó establecido que el acceso a la información es un derecho fundamental que se incluye en el derecho a la libertad de expresión, garantizado por el artículo seis de la Constitución. Además, la Sala amplió el derecho al acceso a la información a toda aquella de interés público, sea o no de origen gubernamental.
Pero el deseo de limitar el derecho al acceso a la información sigue presente en la clase política salvadoreña. A lo largo de los meses posteriores a la sentencia de la Sala, se ha tratado de limitar la transparencia por diversos medios. Lo más reciente y escandaloso ha sido la pretensión de clasificar los viajes del Presidente, la Primera Dama y su séquito de funcionarios como información reservada que no podrá ser desclasificada hasta 2017. ¿Cuál es la razón para que la información de esos viajes sea materia reservada? Los funcionarios aducen que el motivo es la seguridad nacional. No obstante, de ser esta una razón de peso, hace años se habría restringido el acceso a la información sobre los viajes presidenciales, en especial en la época en que el discurso de la seguridad nacional servía para justificar cualquier atropello contra la población. Con el pretexto de garantizar la seguridad nacional, se impidió la libertad de expresión y de asociación, se negó el derecho a manifestarse pacíficamente y se mató a inocentes por doquier. Por eso, ese argumento no solo es lesivo para la democracia, sino que ofende a todos los que lucharon por conseguir la plena vigencia de las libertades públicas y de los derechos humanos; es un insulto a un pueblo que se desangró por oponerse a una política de seguridad nacional que se llevó de encuentro a tantos compatriotas.
Ese tipo de posiciones son incoherentes con el espíritu democrático y con la máxima de que la crisis de la democracia solo se combate con más democracia. Toca, entonces, oponerse a ellas por todos los medios y, en especial, desde la sociedad civil. Desgraciadamente, el único partido político que ha levantado la voz contra estos atropellos a la transparencia es el mismo que por 20 años gobernó el país con suma opacidad, despertando un gran número de sospechas y acusaciones de corrupción que hasta la fecha no han sido aclaradas ni juzgadas. Y se encargó bien de ello colocando al frente de la Fiscalía General de la República y de la Corte de Cuentas a personas que le aseguraron la protección necesaria. Pero si bien Arena carece de autoridad moral porque nunca promovió la transparencia y el control ciudadano de la gestión pública mientras estuvo en el Gobierno, su protesta es válida en sí misma. Y no porque este partido se haya pronunciado ahora en contra de las cortapisas a la libertad de información puede acusarse de areneros, derechistas o traidores a los principios revolucionarios a quienes coincidan en el señalamiento. Es preocupante que el FMLN apueste por esa lógica de desprestigio; la misma, vale recordar, con la que la derecha descalificó a los que coincidían con el Frente respecto a la necesidad de un cambio de estructuras, una mayor justicia social y el respeto irrestricto a los derechos humanos.
La función presidencial es pública en esencia. Por ende, todo candidato a dirigir el Ejecutivo debe entender que durante los cinco años que dura el cargo se convierte en una persona pública, sujeta al escrutinio de la ciudadanía y obligada a actuar con transparencia. Cualquier falta de transparencia en el desempeño de la función pública solo contribuye a debilitar la democracia e incrementar el riesgo de corrupción. No hay justificación para la opacidad en el ejercicio del gobierno. Y menos en algo que el Presidente de la República y sus funcionarios hacen en representación de la nación. Restringir el acceso a la información sobre los viajes de la Presidencia, una medida adoptada cuando a Mauricio Funes le queda apenas un año al frente del Ejecutivo, solo puede entenderse desde la añeja pretensión de abusar del poder para beneficio personal y como una contribución a la opacidad del Estado. Con acciones como esta, poco a poco se va desvaneciendo la ilusión de que la transparencia sea una dinámica permanente en las instituciones públicas; una dinámica que ponga coto al despilfarro y la corrupción.