2020 se vislumbra como un año muy importante para el país, no solo por ser prelectoral, sino por el asomo de luchas y resistencias, esperanzas y ambiciones, deseos de transformaciones profundas frente a cambios solo aparentes. En este año, tres realidades esperan solución: los crímenes cometidos durante la guerra, las pensiones y el agua.
La suspensión de la visa estadounidense a trece exmilitares implicados en la masacre en la UCA, así como a sus familiares, aunque es una medida administrativa del Gobierno de Estados Unidos, apunta a que la justicia se está abriendo camino a pesar del muro de impunidad que se construyó en El Salvador. A través de un comunicado, el Departamento de Estado dice que “tiene información creíble” de que los trece han estado involucrados “en violaciones graves de derechos humanos”, y a continuación enlista los nombres de los acusados de la autoría intelectual de la masacre, de sobra conocidos en el país. Esos mismos nombres aparecen en el proceso judicial que se sigue en España por la misma causa. La razón de fondo es la misma: hay suficientes indicios de que estas personas están involucradas en un crimen de lesa humanidad. También organismos supranacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la ONU se han pronunciado sobre la responsabilidad de esos exmilitares en el crimen.
La pregunta de rigor ante lo que sucede en Estados Unidos y España es cuándo se hará justicia en El Salvador. Acá, en el mismo país donde se perpetró la masacre, no solo no se actúa, sino que se hace todo lo posible por que la impunidad impere, al grado de que incluso la máxima autoridad del sistema de justicia tergiversó una difusión roja de la Interpol para proteger a los señalados. La acción tomada por Estados Unidos es, sin duda, positiva. Sin embargo, para ser coherente, el Gobierno estadounidense debería colaborar con la justicia desclasificando la información en su poder sobre todas las atrocidades del conflicto armado.
Además de la lucha de las víctimas de la guerra, en la agenda pública se han vuelto a posicionar otros dos temas estratégicos para la población: por un lado, la formulación y aprobación de una ley general de aguas que deje la rectoría del recurso hídrico en manos del Estado y, por otro, la reforma al injusto sistema de pensiones. Frente a ambos, la clase política tradicional parece prepararse para montar otra de sus farsas públicas, lo que podría constituir la antesala de su suicidio electoral. Hay indicios, surgidos desde las interioridades del partido Arena, de un nuevo intento de privatizar el agua; y salen a la luz propuestas de reforma al sistema de pensiones que no toman en cuenta una premisa fundamental: es imposible que un sistema privado proporcione una pensión digna. También hay intentos de aprobar una mal llamada ley de reconciliación que, cuidando las formas, sería una versión renovada de la amnistía.
La actuación de sus dirigencias en favor de los intereses de las élites nacionales tiene a los partidos políticos de la posguerra en el sótano de la legitimidad social. La mayoría del pueblo salvadoreño los considera corruptos. Según los resultados de una reciente encuesta del Iudop, el 71% piensa de esa manera. Asimismo, solo 2 de cada 100 ciudadanos confían mucho en los partidos. En este contexto, o estos entienden y atienden los clamores de las mayorías, o caminarán hacia la desaparición o la irrelevancia, y al enfrentamiento con una gran parte de la sociedad civil, harta de abusos y atentados contra el bien común.