Este 16 de enero se cumple un aniversario más de la firma en 1992 de los Acuerdos de Paz. 27 años han pasado desde entonces, y ciertamente aquel hecho supuso muchos cambios importantes para El Salvador. Lo primordial fue poner fin a la guerra fratricida, dar espacio a la participación política de las partes en conflicto y enrumbar al país hacia un sistema democrático con base en un Estado de derecho. Los Acuerdos de Paz abrieron una oportunidad única para nuestra sociedad, que en su mayor parte deseaba el fin de la violencia y del enorme sufrimiento que esta causaba. Una paz conquistada por los miles de salvadoreños que clamaron por la paz y ofrendaron su vida por ella. A ellos se les debe un constante agradecimiento.
La alegría popular que invadió al país por la firma de la paz mostró el anhelo colectivo de un futuro distinto para El Salvador, sin guerra, sin violaciones sistemáticas a los derechos humanos, sin represión. Pero el triunfalismo y la mezquindad muy pronto desbarataron aspectos fundamentales para construir una paz sustentada en el derecho y la justicia. Rápidamente se abrió las puertas a la impunidad de los victimarios, despojando a miles de víctimas de su derecho a la verdad, la justicia y la reparación. Se pretendió dejar en el olvido a los más de diez mil desaparecidos y abortar la necesaria tarea de sanar las profundas heridas causadas por el conflicto. El resultado es claro: nuestra sociedad está enferma, polarizada y fragmentada, y la reconciliación de la familia salvadoreña es todavía una tarea por iniciar.
Tampoco se permitió que los Acuerdos de Paz fueran la base de una nueva sociedad fundamentada en la equidad y la justicia social, en la que se dieran las mismas oportunidades de desarrollo a todos, en la que se posibilitara que los empobrecidos salieran adelante a través del trabajo digno, adecuadas políticas públicas y una red de protección social que cubriera a toda la población, especialmente a la más vulnerable. De ese modo, la exclusión y la pobreza siguieron campando, y son hoy, como ayer, caldo de cultivo de los más graves problemas nacionales. La paz de 1992 no llegó a todos por igual. Desde hace más de tres lustros, una mayoría de salvadoreños es víctima de una guerra sin fin entre pobres. La violencia en la que está inmersa la sociedad requiere que seamos capaces de imaginar otro proceso de paz que permita superar la violencia estructural, salir del círculo de la violencia social, erradicar la pobreza y ofrecer una vida digna a todos.
A pesar del incumplimiento de importantes aspectos de los Acuerdos de Paz, de la incapacidad de alcanzar como sociedad una verdadera reconciliación, de la enorme deuda del Estado con las víctimas, del fracaso en la superación de la exclusión, es bueno celebrar ese fundamental momento de nuestra historia. Pero sin triunfalismos, con espíritu de humildad, reconociendo tanto los avances como los errores y retrocesos. Celebrarlo para adquirir cada año compromisos coherentes con aquel espíritu de diálogo que logró lo que para muchos era imposible: poner fin a un conflicto armado de décadas mediante un acuerdo político. Celebrarlo para comprometernos a seguir trabajando por la paz. Ello supone alcanzar otro gran acuerdo nacional; un acuerdo que incluya los nuevos retos que enfrenta nuestra sociedad, que busque superar los más graves problemas sociales y que reconozca el derecho de todos los salvadoreños a una vida digna. Como afirmó el papa Francisco recientemente, “la paz es fruto de un gran proyecto político que se funda en la responsabilidad recíproca y la interdependencia de los seres humanos, pero es también un desafío que exige ser acogido día tras día. La paz es una conversión del corazón y del alma”.