Buenas tardes a todos y todas. Estoy muy feliz de estar con ustedes hoy. Y espero que me disculpen por hablar en inglés. [En español en el original.] Gracias por su paciencia.
Quiero empezar por agradecer al Instituto de Derechos Humanos de la UCA y a la Fundación para el Debido Proceso por organizar este foro tan importante. Me honra compartir mi reflexiones de este día con el vicerrector Omar Serrano, Leonor Arteaga de la Fundación para el Debido Proceso y Geoff Thale de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos.
Han pasado 41 años desde la primera vez que puse un pie en este campus. Era 1983 y trabajaba para un político nato de Massachusetts llamado Joe Moakley. Vine porque un grupo de refugiados salvadoreños había llegado a su oficina en Boston para solicitar su ayuda. Algunos de ellos eran estudiantes que habían expresado abiertamente su oposición al gobierno. Otros eran trabajadores que habían ayudado a organizar sindicatos. Algunos otros eran defensores de derechos humanos escandalizados por que el ejército salvadoreño estaba asesinando a civiles. Todos ellos temían ser devueltos a El Salvador, donde creían, con justa razón, que sus vidas correrían peligro.
Conmovido por esas historias de vida, el congresista Moakley me pidió venir a investigar esas denuncias y ver qué podía hacerse para ayudar. Yo tenía solo 23 años para entonces. Y cuando llegué aquí, recuerdo que me impactó lo que vi. Había leído sobre la violencia, el miedo y la incertidumbre en los periódicos, pero eso no se podía comprender a plenitud hasta verlo de primera mano. Para entonces, los escuadrones de la muerte y las fuerzas gubernamentales ya habían asesinado a decenas de miles de civiles inocentes, incluyendo al arzobispo monseñor Romero, al padre Rutilio Grande y a cuatro religiosas norteamericanas: las hermanas Maura Clarke, Ita Ford y Dorothy Kazel, así como a la misionera laica Jean Donovan.
Durante mis viajes fuera de San Salvador, fui detenido por combatientes del FMLN. Oficiales militares me dijeron que todo crítico era un enemigo. La seguridad era intensa. El país estaba tenso. Mucha de la gente con quien conversé me dijo que viniera aquí, a la UCA, a reunirme con el rector y el cuerpo docente para discutir lo que estaba pasando. Así que vine al campus y no solo encontré el análisis más hondo y brillante sobre El Salvador; encontré esperanza. Mis reuniones con los padres Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró e Ignacio Ellacuría restauraron mi fe.
Para ser honesto con ustedes, en casa sentía que había sido abandonado por la iglesia, que esta era solo ritos, dogmas y tradiciones, nada más: escuchar la homilía; tomar la eucaristía; arrodillarse, pararse, arrodillarse, pararse. Había perdido su significado. Pero cuando llegué a la UCA, descubrí un tipo distinto de iglesia. Una iglesia que se ponía del lado del pobre, que caminaba junto al oprimido y trabajaba por la justicia social, tal cual Jesús nos lo pidió a cada uno de nosotros. Una iglesia que no solo se preocupaba por el ritual, sino aún más por sus acciones. Una iglesia que no solo hablaba, sino que actuaba. Aquí había un propósito y una pasión.
En un tiempo en que buena parte del clero en El Salvador había sido silenciado como resultado del asesinato de monseñor Romero, los jesuitas seguían pronunciándose y posicionándose con contundencia a favor de la paz y la justicia. Nunca olvidaré el tiempo que compartí con ellos durante mis múltiples visitas a El Salvador. En el padre Segundo Montes encontré un defensor de aquellos salvadoreños que migraban hacia Estados Unidos. En gran medida, le adjudico a él el mérito de la creación del Estatus de Protección Temporal para salvadoreños y otras comunidades de refugiados en Estados Unidos, una propuesta que ayudé a transformar en ley.
En el padre Martín-Baró recuerdo a un líder carismático que tenía una manera muy poderosa de hablar. Recuerdo haberle preguntado una vez cuál mensaje le gustaría que llevara al Congreso de Estados Unidos. “Recuérdeles que nosotros también somos seres humanos”, dijo.
En el padre Ellacuría, escuché a un hombre brillante que comprendía a cabalidad la fría indiferencia de los Estados Unidos sobre las armas y el equipo militar que entregaba a El Salvador, así como el rol de la iglesia en la construcción de la paz. Él me explicó que convertir la fe en acción requería tomar en nuestra vida diaria la opción preferencial por los pobres presente en el Evangelio. De hecho, él creía que esa era la misión de la UCA. Él decía: “Una universidad cristiana debe tomar en cuenta la opción preferencial por los pobres señalada en el Evangelio. Esto no significa que solo los pobres estudien en la universidad; no significa que la universidad deba renunciar a su misión de buscar la excelencia académica, que es necesaria para resolver los complejos problemas de la sociedad. Esto significa que la universidad debe estar presente intelectualmente donde se le necesita; brindar ciencia a quienes no tienen ciencia; brindar habilidades a quienes no las tienen; ser una voz para quienes no tienen voz; dar apoyo intelectual a quienes no poseen las competencias académicas para promover y legitimar sus derechos”.
Este compromiso con los pobres y los marginados, el compromiso de esta universidad con los pobres y los marginados, fue como un soplo de aire fresco. Ello fortaleció mi fe y restauró mi esperanza en el poder de las personas para hacer la diferencia en el mundo. Nunca los olvidaré ni tampoco la última vez que vi al padre Ellacuría, apenas unas semanas antes de su asesinato. La Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos y yo lo invitamos a dar un discurso en Washington. La última cosa que me dijo fue que conservara mi fe, porque él aún creía que la paz era posible.
Era temprano en la mañana del 17 de noviembre de 1989 cuando sonó el teléfono y me despertó. Al otro lado de la línea estaba Sylvia Rosales —a quien algunos de ustedes quizá conocen—, de Carecen. Sus palabras llegaron una a una, entre lágrimas: “Los mataron a todos. Los sacerdotes. Los mataron a todos”. Y los enlistó a todos, uno a uno: Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y López, y Elba Ramos, su empleada, junto a su hija, Celina Ramos. Ellos eran nuestros amigos. Nuestros mentores. Nuestros hermanos y hermanas. Todos ellos, sabemos ahora, fueron asesinados por el ejército salvadoreño, por un batallón élite creado y entrenado por los Estados Unidos. Ellos fueron asesinados no a pesar de quienes eran, sino justamente por ello.
Estoy orgulloso de mi rol, junto al congresista Joe Moakley, en ayudar a revelar la horrible verdad de sus asesinatos. Y, siendo honesto, sigo estando enojado. Enojado porque no ha habido justicia para los mártires jesuitas. Enojado porque los autores intelectuales de estos crímenes han evadido rendir cuentas por sus actos; muchos de ellos aún viven en este país. Enojado porque mi propio gobierno no ha dicho la verdad sobre lo que sabía al respecto ni cuándo lo supo, porque se niega a desclasificar los documentos que podrían ayudar a aclarar los detalles de los asesinatos. A pesar de ello, lo que he aprendido en las décadas posteriores es a convertir mi enojo en acción. Por eso estoy aquí en El Salvador este fin de semana para recordar las vidas de los mártires. Pero si eso es todo lo que hacemos, les seré honesto, no creo que sea suficiente. Ellos querrían que hiciéramos algo más que recordar. Ellos nos recordarían, como el apóstol Santiago nos recordaba, que “la fe sin obras es muerta”. Ellos querrían que actuáramos no solo en El Salvador, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo.
Los mártires tomaron el camino del servicio y la solidaridad, y nosotros debemos seguir sus pasos. Ellos sabían que la injusticia y la indiferencia son problemas políticos, y por ello debemos demandar soluciones políticas. Ellos sabían que las duras realidades no pueden ser ignoradas y que depende de cada uno de nosotros juntar a quienes comparten esta opinión para trabajar por un cambio. Ellos nos llamaron a respetar la dignidad y los derechos de todas las personas. Es por ello que para honrar su legado debemos comprometernos a respetar todos los derechos, sean civiles, políticos, económicos, sociales o culturales.
Jesús nos dice en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios”. Sin embargo, mucha gente en nuestros dos países sufre no solo debido a la violencia de las balas y las armas, sino también debido a la violencia del hambre y la pobreza, la violencia de no tener un lugar dónde vivir ni un trabajo que les ayude a mantenerse a sí mismos o a su familia. Tal cual hicieron los mártires, debemos demandar junto a los pobres que nuestros gobiernos hagan mejor su trabajo. Ya el papa Francisco advertía: “La felicidad no puede lograrse pisoteando los derechos ni la dignidad de los otros”. Pero al observar al mundo de hoy, vemos que los derechos de demasiadas personas están bajo ataque.
El actual gobierno salvadoreño ha ayudado a que la gente vuelva a sentirse segura. Los niños pueden ir a la escuela y la gente puede caminar por sus comunidades con menos temor. Eso es algo bueno. Pero como dice el dicho, “aquellos que renuncian a sus libertades fundamentales a cambio de una seguridad temporal no merece tener ninguna, y perderán ambas”. Veamos ahora lo que ha sido dado a cambio de una seguridad temporal en El Salvador: más de 80 mil personas han sido llevadas a prisión. Es muy difícil saber qué ha ocurrido con ellas. Muchas no han recibido acusaciones individuales y se les ha negado el acceso a asesoría legal. Sus familias no pueden visitarlas y no conocen su estado actual. Según Human Rights Watch, al menos 261 han muerto durante su detención. Según lo poco que ha sido posible conocer de algunos casos individuales, se han documentado cientos de detenciones erróneas, incluidas algunas de niños de apenas 12 años de edad.
Debemos exigir lo mejor. En honor a los mártires, debemos decirle la verdad al poder, incluso cuando sea difícil. Por ello, digo aquí, como lo hago en mi propio país, que el respeto a las leyes no es un derecho político, sino un imperativo moral. Jesús nos dijo en el Evangelio de Juan que la verdad nos hará libres. Sin embargo, el presidente electo Trump ha clasificado a los periodistas como “enemigos del pueblo”. Su retórica es incorrecta. En una sociedad sana, el debate público no es una señal de debilidad, sino de fortaleza. Silenciar a aquellos que nos retan no conduce a la paz, sino a la tiranía. Así como denuncio a mi propio país, me siento obligado a hacer lo mismo aquí; los mártires no exigirían nada menos que eso. La libertad de prensa no es un regalo que se da o se quita; es un derecho humano fundamental que no debe ser eliminado. Por eso digo con respeto, pero con urgencia: dejemos que los periodistas hagan su trabajo. Cualquiera que sea lo suficientemente valiente como para decirle la verdad al poder debe ser celebrado, no atacado. Es hora de detener los ataques y las represalias contra los periodistas.
Jesús nos enseñó a amar a nuestros vecinos, pero el presidente electo Donald Trump ha prometido deportaciones masivas. Al parecer, él cree que todos los inmigrantes son ilegales, especialmente aquellos que solicitan asilo, incluidos aquellos que actualmente viven en Estados Unidos legalmente. Estados Unidos no es eso. Debemos demostrar compasión, no hostilidad, hacia los refugiados. No debemos renunciar a nuestros valores a cambio de seguridad. Podemos y debemos crear mejores leyes para que las personas que respetan las reglas y quieren reunirse con sus familias puedan solicitar protección temporal, pedir asilo o buscar una mejor vida. Somos capaces de hacerlo.
Pero el próximo presidente de los Estados Unidos probablemente ordenará a nuestro gobierno perseguir a los migrantes que tienen orden de deportación en su contra, sin importar si esas órdenes están bajo apelación, y los deporte sumariamente. Él le dará carta blanca a la Patrulla Fronteriza para rechazar y deportar a los migrantes que cruzan la frontera, incluso si estos se presentan a las cortes a solicitar asilo. Él tratará de clausurar las organizaciones que brindan apoyo y asesoría legal a los migrantes, y tratará de cerrar la mayoría de vías legales de ingresar a Estados Unidos, si no es que todas. Él amenaza con enviar de vuelta a sus países de origen a cientos de miles de migrantes que han vivido legalmente en Estados Unidos durante décadas bajo estatus de protección temporal. No olvidemos que la primera vez que él fue presidente, ordenó cortar toda la ayuda financiera y de desarrollo para Centroamérica, incluido El Salvador, eliminado así la inversión en programas de prevención de violencia juvenil, capacitación laboral, formación en alta tecnología, desarrollo comunitario, educación, salud y agricultura. No creo que esto sea lo que Estados Unidos deba defender.
Creo que la inmigración vuelve a Estados Unidos más americano, no menos. Sé también que los inmigrantes son el motor de la innovación y el progreso. Se supone que el presidente Bukele y el presidente electo Trump tendrán una buena relación. Por el bien de ambos países, rezo para que el presidente Bukele intervenga en esta situación y reconozca que muchas de las organizaciones civiles y religiosas que brindan apoyo a los salvadoreños son las mismas que el presidente Trump busca estigmatizar y desmantelar. Hago mención a estas preocupaciones no buscando juzgar, sino debido a un hondo respeto y cariño por el pueblo salvadoreño, mismo que ha sido forjado durante décadas de amistad. A lo largo de los años, he estado de su lado tanto en tiempos de oscuridad como en momentos de esperanza. Por ello, siento la responsabilidad de alzar mi voz, especialmente considerando el rol de mi propio país en el pasado de El Salvador.
A todos nos preocupa lo que ocurre alrededor del mundo. Sé que a muchos de ustedes les preocupa el rumbo que su país está tomando. A mí también me preocupa el rumbo que está tomando mi país. Pero la verdad es que ser popular no significa estar siempre en lo correcto. Incluso ganar una elección no siempre significa tener razón. Me cuentan que el régimen de excepción es popular. Eso no significa que sea bueno.
Nuestro trabajo es conservar nuestra fe y luchar por aquello que sabemos bueno y justo. Por ello, mientras reflexionamos sobre las vidas de los mártires, recordemos que ellos estaban comprometidos no solo con la paz, sino también con el cambio. Para ellos, los derechos humanos, la justicia, el respeto a la ley no eran solo palabras sobre un papel, sino valores sagrados enraizados en las enseñanzas de Jesús de Nazaret y entretejidos en la base de sus valores jesuitas. Ellos reconocían que la democracia es algo más que política; es un reflejo de esa chispa divina que reside dentro de cada uno de nosotros y un reconocimiento de que todos somos hijos de Dios, nacidos libres e iguales en Su semejanza y merecedores de un puesto en la mesa.
Hoy, los autoritarios en todas las esquinas del mundo buscan minar estos principios y demonizar a grupos vulnerables, periodistas y a la sociedad civil. Buscan que nos pongamos unos en contra de otros para desmantelar las instituciones que protegen nuestros derechos y garantizan el bien común. No buscan garantizar las necesidades básicas de las personas; permiten que el hambre, la pobreza y la desesperanza se multipliquen para que no notemos la lenta erosión de nuestras libertades. No solo debemos hacerlo mejor, sino que debemos exigir más. Debemos renovar nuestro compromiso con los pobres y quienes sufren, alimentar al hambriento y luchar junto a los que tienen sed de justicia. Debemos volver a comprometernos a construir campus y comunidades que no solo se vean inspirados por la misión de los mártires jesuitas, sino que también se sientan convocados por el llamado a la acción que cada uno de ellos formuló antes de que sus vidas fueran cegadas súbitamente. Debemos recordar que nuestro trabajo no es cuestión de un día, o un mes, o un año, sino de toda la vida.
Hace décadas, los jesuitas aquí en la UCA me enseñaron que el cambio es posible y que la fe, cuando se planta junto a los pobres y los oprimidos, puede mover montañas. Ellos imaginaron un mundo donde el amor vence al odio y la rectitud hace desaparecer la injusticia. Ellos imaginaron una sociedad donde los fuertes son justos y los débiles son protegidos. Soñaron un futuro donde la bondad y la compasión nos unirían para derrumbar incluso las barreras más fuertes que nos separan del progreso, permitiendo así cumplir el llamado de las Escrituras: hacer por los otros lo que nos gustaría que hicieran por nosotros. El legado de los mártires nos sigue llamando a la acción. Oremos por tener su sabiduría y fortaleza, sabiendo que aquí en la Tierra la obra de Dios está en nuestras manos.
Gracias por recibirme el día de hoy.