A pesar de que la Constitución de la República prohíbe claramente la reelección presidencial, Nayib Bukele anunció este 15 de septiembre su decisión de presentarse como candidato en las elecciones de 2024, oficializando así lo que todos los sectores defensores de la democracia señalaban desde hacía meses: la intención de él y los suyos de atornillarse en el poder. Ciertamente, en muchos países del mundo la reelección presidencial es una posibilidad avalada por ley. Además, en sí misma no es incompatible con la democracia y no tiene por qué ser perjudicial para la vida política. Pero el punto clave es precisamente que en las democracias que la permiten, está regulada por las leyes, no se realiza contradiciéndolas, ni destruyendo la independencia de poderes, ni en un marco de desmantelamiento de los derechos ciudadanos.
Al tomar esta decisión, el presidente ha hecho caso omiso de los artículos constitucionales que no solo prohíben la reelección, sino que despojan de sus derechos ciudadanos a quienes la promuevan o apoyen. Tampoco le ha importado que la violación a la alternancia en el ejercicio de la Presidencia obliga a la insurrección con el fin de restablecer el orden constitucional. Bukele ha desnudado por fin el verdadero calado de su ambición de poder. Por la fecha que escogió para dar el anuncio, pareciera que entiende la independencia nacional como su propio y único derecho a interpretar las leyes de acuerdo a sus intereses personales y que él como presidente, por ser la máxima autoridad de la nación, puede hacer lo que le plazca, sin ataduras ni límites de ningún tipo.
Bukele confirmó la noche del 15 de septiembre que El Salvador seguirá la ruta de la Nicaragua de Daniel Ortega y la Honduras de Juan Orlando Hernández. El primero se presentó a la reelección en 2007 yendo en contra de la constitución nicaragüense, y no se ha bajado de la silla presidencial desde entonces. Se ha reelecto comicios tras comicios gracias a fraudes electorales y una férrea dictadura, en la que los derechos humanos y los principios democráticos son solo recuerdos. En Honduras, Juan Orlando Hernández también se presentó a reelección violando su propia Constitución. Ganó por medio del fraude y sumergió al país en una profunda crisis política, económica y social, de la que todavía no ha salido. Terminó siendo repudiado por una gran mayoría de hondureños, que aplaudieron y festejaron cuando al finalizar su segundo mandato fue extraditado a Estados Unidos acusado de narcotráfico.
En su discurso, Bukele afirmó repetidamente que, por primera vez en 201 años, El Salvador es libre, soberano e independiente porque hoy toma sus propias decisiones, no está sometido a ninguna otra nación y ya no sigue las recetas venidas del exterior. Quiere hacer creer que la guerra contra las pandillas y la suspensión de los derechos humanos fundamentales con el estado de excepción constituyen la única política capaz de resolver el problema de la seguridad y el crimen, y que este es el principal signo de nuestra independencia. Pero mientras el oficialismo repite estas falacias, las voces honestas, con vocación pacífica y democrática, para las que la justicia no es una palabra vacía, ven la realidad: el régimen le niega los derechos constitucionales a la ciudadanía, ha cerrado casi todos los espacios democráticos conquistados a lo largo de los últimos 30 años, ha liquidado la independencia judicial, ha acabado con la transparencia en la gestión pública y ha concentrado todo el poder en el presidente.
En la noche del 15 de septiembre, Bukele firmó el acta de defunción de la transición hacia la democracia. Es ya oficial, y los servidores y fieles del presidente lo celebran con el interesado fanatismo que los distingue: El Salvador ha retrocedido décadas y hoy abraza emocionado su historia de redobles militares y dictaduras.