Homilía de la misa por los mártires de El Salvador, XXXVI aniversario de los mártires de la UCA

Herederos de una esperanza que no se rinde

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P. Mario Ernesto Cornejo. Foto: Dirección de Comunicaciones. 

Nos congregamos hoy, en este trigésimo sexto aniversario del martirio de nuestros hermanos jesuitas y de Elba y Celina, para hacer memoria agradecida y renovar nuestra esperanza. Ellos, hombres y mujeres de profunda fe, creyeron que el Evangelio se vive encarnado en la historia: allí donde la humanidad sufre, donde clama la justicia y donde florece la dignidad.

Las lecturas de hoy nos recuerdan que el pueblo de Dios siempre ha esperado en tiempos difíciles. En la primera lectura, el profeta Isaías invita al pueblo de Israel a saber esperar la llegada de un siervo de Dios que los liberará. San Pablo, por su parte, anima a la comunidad cristiana de Filipenses a aguardar con paz y alegría; y en el evangelio de Mateo, Jesús nos llama a vivir según las bienaventuranzas que nos habitan y nos guían en nuestro caminar cristiano.

Así vivieron nuestros mártires. En medio de una guerra marcada por la pobreza, la represión y la desigualdad, esperaron activamente la llegada del Reino. No esperaron sentados ni con los brazos cruzados, sino de pie, luchando por la verdad, la paz y la justicia. Sus esperanzas se hicieron compromiso, su fe se volvió convicción y sus palabras se convirtieron en consuelo para un pueblo sufriente.

En ese contexto, los mártires y muchas personas más de buena voluntad decidieron poner en juego lo mejor de sí, movidos por la confianza de quienes cargaban con las más duras consecuencias de la pobreza y la represión. Es decir, fueron inspirados por la manera en que las personas más sufrientes vivían las bienaventuranzas, aun en medio de las más crueles injusticias.

Estas bienaventuranzas nos invitan a tener la confianza y la apertura para experimentar que Dios habita en nosotros para acompañarnos de cerca solidariamente, para consolarnos en la aflicción, para hacer justicia a quienes han sido desposeídos y para saciar a quienes tienen hambre y sed de justicia.

Y no solo eso: también nos exhortan a actuar conforme al Dios que nos habita. A reconocer la acción de ese mismo Dios de Jesús en quienes son solidarios y saben acompañar empáticamente en las luchas y búsquedas por la justicia, a quienes han sido despojados de su dignidad y de sus bienes.

Además, las bienaventuranzas nos motivan a vivir con un corazón guiado por la recta intención, por la misericordia, por la búsqueda de la paz y por una lucha persistente en favor de las y los más pequeños. Pues, de esta manera, por la gracia de Jesús, nos reconoceremos como hijas e hijos del mismo Dios y como parte de un mismo proyecto de amor y justicia.

Este día también recordamos con gratitud las vidas del padre Chema y del padre Rafa, herederos de ese mismo espíritu. Chema, a pesar de la cruenta manera en que sus compañeros jesuitas, Elba y Celina fueron asesinados, puso su vida al servicio de la búsqueda de la verdad y la justicia con el fin de esclarecer los asesinatos perpetrados por el ejército salvadoreño. Y lo hizo porque creía que el Caso Jesuitas podía abrir el camino para que hubiese verdad y justicia en tantos otros casos y, también, porque creía que solo así sería más probable que las y los salvadoreños viviéramos en una sociedad reconciliada, capaz de superar el rencor y el odio.

Rafa, con su serenidad y su compromiso pastoral, fue presencia cercana en comunidades golpeadas por la pobreza y la violencia, testigo de una esperanza que se hace sencilla y solidaria. Su trabajo pastoral, docente y teológico nos debe animar a seguir, como institución educativa, en la misión de poner nuestro trabajo al servicio de los demás.

En ellos, como en los mártires, contemplamos el rostro de un Dios que acompaña, que consuela y que hace justicia. Justicia que, treinta y seis años después, nuestra tierra sigue clamando. El Salvador ha cambiado, sí, pero el sufrimiento de muchos persiste. Aunque la mayoría percibe una mejora en la seguridad, también sabemos que numerosas personas están siendo detenidas sin el debido proceso ni posibilidad de defensa; nuestro instituto de derechos humanos, junto a otras organizaciones, ha documentado al menos 6,889 denuncias de capturas arbitrarias.

Todas estas personas, incluyendo a quienes hoy están presas o exiliadas por luchar en favor de la justicia, cargan con el peso de procedimientos aparentemente legales que están amparados en el régimen de excepción. Procedimientos injustos, pues no están apegados al respeto de la dignidad de toda persona humana y a un Estado de derecho.

Nos duele también que la vida sea cada vez más cara, que algunas personas no puedan acceder siquiera al total de los productos de una limitada canasta básica, la cual ha aumentado entre 40 y 50 dólares en los últimos cinco años. Nos duele que los salarios ya no alcancen para cubrir las necesidades mínimas de los hogares. Nos duele que muchas familias no tengan los ingresos económicos necesarios para adquirir una vivienda a un precio justo.

Nos duelen los hermanos y hermanas que se ven obligados a dejar su país, atravesando desiertos, fronteras y enfrentando peligros para solo llegar a vivir bajo políticas migratorias injustas que no reconocen su dignidad ni valoran sus trabajos.

Nos duele contemplar comunidades enteras despojadas de sus tierras, de su trabajo o de su voz. Y también nos duele la indiferencia, el miedo que paraliza, la polarización que divide, la tentación de creer que la paz puede sostenerse sobre el silencio o la intimidación violenta.

Pero en medio de todo ese dolor, también florecen signos de esperanza. En las madres que no dejan de buscar a sus hijos e hijas. En los jóvenes que estudian, trabajan y sueñan con un país mejor. En quienes, desde su fe, acompañan solidariamente a los más vulnerables. En quienes abren espacios de diálogo, de reconciliación y de encuentro. Ahí, en esos gestos sencillos y valientes, el Reino de Dios ya está entre nosotros.

Esa certeza es fuente de esperanza: la presencia del Reino, del amor y la justicia de Dios no puede ser destruida; ninguna fuerza puede detener su dinamismo, ni en nuestra vida ni en la sociedad. Nos corresponde encaminarnos hacia la búsqueda de la plena verdad, la justicia, la reconciliación y la democracia, aun cuando ello implique trabajar de una manera discreta, en un contexto adverso y marcado por la intimidación.

El desafío que hoy enfrentamos no es distinto al de nuestros mártires: mirar la realidad con verdad, actuar con astucia y mantener viva la esperanza. Ese mismo espíritu ha guiado a la UCA a lo largo de sus 60 años, de los cuales 36 han estado marcados por su testimonio, que definió para siempre nuestra identidad y misión.

Por eso, sin importar cuál sea la coyuntura, la UCA seguirá siendo fiel a su vocación jesuita de reconciliación y justicia, siempre al servicio de la verdad, de la dignidad humana y de los más vulnerables. Nuestro camino es el del amor que escucha, acompaña y discierne. Como nos recuerda Ignacio Ellacuría, el cauce universitario es propio y distinto, capaz de aportar de manera decisiva a la transformación del país. Desde ese cauce hemos caminado seis décadas y, aun cuando cambien las circunstancias, permanecerá intacto nuestro compromiso con el pueblo salvadoreño y con la construcción de una sociedad más justa y fraterna.

En tiempos de dificultad, necesitamos una esperanza que no sea ingenua, pero que tampoco se rinda. Una esperanza que nos impulse a actuar con apertura, cautela y sabiduría, con la sabiduría del que sabe esperar activamente los tiempos de Dios. Una esperanza que, como la de los mártires, nazca de la fe en que el Reino que esperamos en su plenitud ya germina, incluso en los lugares más oscuros y recónditos de nuestra historia.

Que este aniversario sea para nosotros un llamado a renovar la confianza en el Dios de la vida. Que hoy renovemos la fe de que la verdad y la justicia, aunque parezcan demorarse, siempre llegarán.

Tenemos en nuestra historia el legado de quienes nos precedieron. Ahora, somos herederos de sus luchas a la luz del Evangelio en busca de una mejor sociedad. Que sigamos siendo instrumentos para un cambio más fraterno, más democrático y más solidario.

Y a la luz de lo que dijo recientemente el padre Cardenal, que los mártires, Rafa y Chema descansen en paz, pero que no nos dejen descansar mientras la verdad, la justicia y la paz no se abracen plenamente en El Salvador. Que así sea.

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