Todo está listo para la marcha. Un grupo de estudiantes levanta sus pancartas, mientras otros toman megáfonos y ensayan las consignas. Hay alegría y determinación. “Si salen a las calles, se atendrán a las consecuencias”, había dicho por radio y televisión el ministro de Defensa, Humberto Romero. Pero, a pesar de la amenaza, salen. Y deciden marchar porque la represión va en aumento; porque militares irrumpieron en el campus universitario en Santa Ana y destruyeron disfraces y pancartas para evitar el desarrollo de un desfile bufo, propio de la expresión estudiantil; porque han iniciado las masacres en las zonas rurales del país, en La Cayetana y otros lugares; porque el régimen militar, en medio de la pobreza de la mayoría y las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, vende a El Salvador como “el país de la sonrisa”. Hay indignación, por eso marchan.
Son las tres de la tarde del 30 de julio de 1975. La marcha sale del portón de la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador (UES). Van más de dos mil personas, entre estudiantes universitarios, alumnos de secundaria, profesores y padres de familia. El objetivo es llegar al Parque Libertad, en el centro de San Salvador. La marcha toma la 25 avenida Norte y llega frente a la Embajada de Estados Unidos. En ese momento, las consignas aumentan, porque sobrevuelan aviones de la Fuerza Área. Los jóvenes alzan su voz, como si creyeran que los pilotos que buscan intimidarlos los escuchan. Continúan el camino; llegan cerca del Colegio Externado de San José, y ya se asoman las primeras tanquetas. Pero es una manifestación pacífica; los estudiantes no retroceden y la maquinaria militar queda a las espaldas de la manifestación.
La marcha pasa frente al Hospital General del Seguro Social, pero se corta con la llegada de miembros de la Guardia Nacional que, de frente a la manifestación, disparan a los que encabezan la marcha. El Gobierno de Arturo Armando Molina cumplió la amenaza: jóvenes que minutos antes gritaban consignas caen heridos o muertos. Caos, gas lacrimógeno, gritos. Todos corren hacia atrás, pero las tanquetas empiezan a avanzar y atropellan al que encuentran a su paso. No hay salida, es una emboscada. El grupo que queda atrapado entre las tanquetas y las balas de la Guardia está sobre un paso a desnivel. Alguien grita que vayan hacia un muro, a un costado. Varios lo saltan y corren hasta el hospital o con rumbo a la comunidad Tutunichapa. Pero otros estudiantes, al verse acorralados y desesperados, sin lugar a dónde correr, optan por saltar del puente.
Mirna Perla, una de las sobrevivientes de la masacre, relató su testimonio en el VII Tribunal Internacional para la Aplicación de Justicia Restaurativa en El Salvador, que se llevó acabo del 25 al 27 de marzo en San Antonio Los Ranchos, Chalatenango. Perla, que en 1975 estudiaba Ciencias Jurídicas en la UES, fue del grupo de universitarios que quedó acorralado en el paso a desnivel. “Cuando vi que ya no había mucho por hacer, que se venían encima... me tiré”. Cayó abajo del puente, sobre lo que hoy es la alameda Juan Pablo II. Al relatar esta parte de su testimonio, su voz segura y combativa se quebró. “No recuerdo cómo me tiré, ni cómo caí. Cuando desperté, estaba sentada en la acera de la calle, traté de incorporarme, pero no pude, se me había quebrado la rótula”.
En la acera, lesionada, aturdida por los gases lacrimógenos, con las balas silbando e hiriendo a la gente que corría, pensó: “‘Aquí quedé’ (...) Y ya cuando había aceptado y decidido que iba a morir, dos compañeros lograron verme; llegaron y me llevaron a un taller mecánico que estaba en frente”. Se calcula que la masacre inició aproximadamente a las cinco de la tarde y que duró unos veinte minutos. Durante las horas que siguieron, los cuerpos de seguridad del Estado realizaron operativos en las zonas aledañas, en busca de estudiantes que habían logrado escapar.
Escondidos en el taller, bajo un camión, Perla y sus compañeros escucharon que llegaron los solados. “Vi sus botas y fusiles, y preguntaron si no había nadie de la marcha en ese lugar”. Las personas que les habían dado refugio, aseguraron que no había nadie y, al final, los soldados siguieron su camino. Lo mismo sucedió en los hospitales de la zona, en donde enfermeras y médicos atendieron a los jóvenes heridos y ayudaron a otros a esconderse. “Los vistieron como pacientes o como personal del hospital, para que pasaran desapercibidos y no fueron capturados”, asegura Perla.
En 2008, un médico hizo público que aquel día la dirección del Hospital General del Seguro Social obstaculizó la atención de los heridos de la marcha; algunos murieron en el nosocomio sin recibir la atención que necesitaban. El personal médico que ignoró la orden y logró atender a algunos de los universitarios fue despedido posteriormente.
Testigos aseguran que, en horas de la noche, camiones cisterna del Ejército lavaron las calles con agua y jabón, y recogieron los cuerpos de los asesinados. Nunca se supo cuántos ni quiénes murieron, o fueron capturados y desaparecidos aquella tarde de 1975. En aquel momento, no se documentó nada, no se buscó a las víctimas ni se investigó judicialmente la masacre. Los medios de comunicación guardaron silencio. “Publicaron una noticia diciendo que una ‘manifestación violenta’ se había dispersado, que habían ‘heridos’. Pero no hablaron de la brutalidad, porque eran cómplices”, contó Perla.
Hoy se cuenta con una lista de los autores materiales e intelectuales de la masacre. Los primeros en ella, por la magnitud del operativo y la evidencia de que fue planificado con el fin de asesinar, son el entonces presidente de la República, coronel Arturo Armando Molina, en su calidad de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas; y su ministro de Defensa, el general Humberto Romero. Con esta masacre, una de las primeras en la capital, inició un período de salvaje represión y dictadura militar, que en 1980 desembocaría en la guerra civil.
Carlos Fonseca, Balmore Cortés, Sergio Antonio Cabrera, Napoleón Calderón, Reynaldo Hasbún, Hebert Gómez, Roberto Miranda, José María López, Calos Hernández, María Miranda, José Domingo Aldana, Morena Nolasco, Elizabeth Iraheta, Guillermo Ayala... son algunos de los estudiantes que participaron en aquella marcha y nunca más se les volvió a ver. Junto a ellos, hay decenas que siguen sin ser identificados. Al recordarlos y leer sus nombres, Perla pidió al Tribunal “que no se les olvide, que se haga justicia” y “que no se irrespete su memoria”. Esos jóvenes universitarios se atrevieron a dar un paso adelante y enfrentarse a una dictadura armados solo con sus consignas, pancartas y convicciones. Cuando muchos otros prefirieron ver hacia otro lado, ellos continuaron de frente. “Superamos el miedo y caminamos”, recordó Perla.
Justicia restaurativa: un camino para sanar heridas
Además de la masacre ocurrida en la marcha universitaria del 30 de julio de 1975, en el Tribunal también se presentaron los casos de la masacre en el cerro Alemania, en San Antonio Los Ranchos; ejecuciones sumarias en Santa Marta (Cabañas); y casos de torturas, entre otros.
Este año participaron como jueces José María Tomás y Tío, de la Fundación por la Justicia de Valencia (España); José Ramón Juániz, de la Asociación de Juristas Demócratas de Valencia (España); Suelli Aparecida Bellato, de la Comisión de Amnistía de Brasil; y Héctor Bernabé Recinos y Esperanza Cortés, representantes de los comités de víctimas de antes y durante el conflicto armado.
Tomás y Tío señaló que “a la paz se accede por la justicia” y que bajo esta premisa se busca que el Tribunal dé esperanza, que sirva para que al final del camino de lucha contra la impunidad, “las víctimas logren ver el despertar de la justicia”.
En el último día de sesión se hicieron públicos los puntos principales de la sentencia del VII Tribunal. Entre estos se destaca la responsabilidad del Estado salvadoreño y de la Fuerza Armada por las ejecuciones sumarias de estudiantes, docentes y trabajadores que participaron en la marcha del 30 julio de 1975, y en las torturas, privaciones de libertad, desapariciones forzadas y asesinatos ocurridos en Los Escobares, Santa Marta y San Antonio Los Ranchos.
Además, se solicita al Estado que proporcione los nombres de los oficiales que planificaron los operativos de los casos expuestos en el Tribunal y que la Fiscalía General de la República investigue y señale responsabilidades; y se exige la derogación de la ley de amnistía, que obstaculiza el derecho de las víctimas a la verdad.
También se recomienda la construcción de espacios públicos (parques, plazas, memoriales, etc.), que contribuyan a la dignificación de las víctimas y promuevan la memoria histórica; y que se creen los mecanismos de reparación (psicológica y económica) individuales y colectivos que sean necesarios.
El Tribunal Internacional para la Aplicación de Justicia Restaurativa en El Salvador es una iniciativa promovida por la Universidad en el marco del Festival Verdad, a través del Idhuca. En siete años se han analizado 144 casos, en los que se han visto violentados en sus derechos 2,356 personas. Además de ser una respuesta al vacío de justicia y de reparación integral en el país, el Tribunal se suma a la labor iniciada, luego del conflicto armado, por la Comisión de la Verdad, que logró analizar y documentar 78 casos, reportando un total de 1,150 víctimas.
De acuerdo a Omar Serrano, vicerrector de Proyección Social, lo que la UCA hace al promover la justicia restaurativa es proponer “un camino para sanar heridas y encontrar la verdadera reconciliación”.