Queridas graduandas, queridos graduandos, queridos familiares y amistades que los acompañan en este día, en nombre de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), reciban la más cordial bienvenida a este acto de graduación, que nos une en la alegría de verlos convertidos en profesionales. Un logro importante en sus vidas, que han sabido conquistar con esfuerzo, dedicación y compromiso. Sabemos que no ha sido fácil, pues han tenido que estudiar y trabajar con seriedad y responsabilidad, han pasado desvelos y largas jornadas de estudio, han sacrificado amistades y momentos de descanso. Sé que en más de alguna ocasión sufrieron por eso, vivieron momentos difíciles en los que hasta pensaron abandonar, pero a Dios gracias se mantuvieron firmes hasta el final.
El esfuerzo ha valido la pena; los ha hecho mejores personas. Que no les quepa duda de que a lo largo de su vida profesional agradecerán el alto nivel de exigencia de esta universidad; gracias a ello se han forjado como profesionales capaces de enfrentar los retos que la sociedad les demanda. En este sentido, deseo felicitarlos, graduandos y graduandas, por este importante logro. También a sus familiares y amigos, que sin duda son parte fundamental en el mismo.
Se gradúan en un contexto marcado por la violencia y por una difícil situación económica. Un país marcado por las tensiones y la polarización. Estos no son problemas nuevos; la población salvadoreña los viene señalado como sus principales preocupaciones desde hace más de un lustro. Pero es importante señalar que obtienen su título en una época que exige hacer cambios fundamentales si de verdad queremos que El Salvador tenga un mejor futuro. La UCA, a lo largo de sus 50 años de vida, se ha esforzado por estudiar la realidad, conocerla, analizarla, darle vueltas y buscar pistas que posibiliten su transformación. Queremos transformarla porque esta realidad, la que vivimos y sufrimos a diario, no es viable ni responde a la visión cristiana de la humanidad, no se encamina al proyecto del Dios de Jesucristo.
Historia de violencia
La violencia es un problema de larga data y multicausal. Son más de cinco siglos de violencia. La violencia con la que los españoles colonizaron estas tierras fue seguida por la que ejercieron las élites criollas a lo largo de los casi doscientos años como nación independiente. A la fuerza se arrebataron las tierras comunales para desarrollar las fincas de añil, caña, café y algodón, y a la fuerza se garantizaron los trabajadores para estas. Con violencia se resolvieron los conflictos entre las clases dominantes y los pueblos originarios, llegando casi a exterminarlos. Baste recordar dos masacres: la de 1833, en Los Nonualcos, contra los indígenas liderados por Anastasio Aquino; y la de 1932 contra los indígenas de Izalco, con José Feliciano Ama al frente. Décadas después, de forma violenta y brutal se reprimió a los movimientos de obreros y campesinos, de estudiantes y profesionales que reclamaban derechos humanos. Igualmente se actuó contra los que apoyaban a la guerrilla o simplemente simpatizaban con su causa. La violencia estuvo presente también en la lucha contra la dictadura y en la búsqueda de la democracia. Con mano dura se pretendió controlar a las pandillas cuando todavía eran grupos con poco potencial criminal.
La salvadoreña es una historia de violencia. Violencia política, ejercida fundamentalmente por el Estado contra los que exigían respeto a los derechos humanos, que demandaban libertades individuales y políticas, o condiciones dignas de trabajo; violencia en la lucha de liberación emprendida por los movimientos guerrilleros, como único camino posible para conquistar derechos democráticos y cambiar de raíz el sistema. Se tenía la esperanza de que la violencia terminara con la firma de los Acuerdos de Paz, que en enero de 1992 supusieron el final de la guerra y la apertura de una etapa de transición democrática de mayor respeto a los derechos civiles y políticos. Pero en los años siguientes, la violencia social se intensificó y marca a El Salvador hasta el día de hoy.
Hasta ahora me he referido a la violencia física y activa, pero también han sido siglos de violencia pasiva. Su principal forma ha sido la discriminación y negación de oportunidades a grandes sectores sociales, con su contrapartida de grandes privilegios para las élites dominantes. La violencia en nuestro país no puede separarse de la profunda y lacerante desigualdad, de la opresión de unos sobre otros, del absoluto desprecio hacia los pobres, sus vidas y las de sus hijos. Una violencia ejercida por los poderosos con el apoyo del Estado, al que han usado desde su creación para enriquecerse a costa del empobrecimiento de otros.
Son siglos de una situación que, como dijo en 1968 la Conferencia de Obispos de América Latina en Medellín, “exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras. No debe, pues, extrañarnos que nazca en América Latina la tentación de la violencia. No hay que abusar de la paciencia de un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente aceptarían quienes tienen una mayor conciencia de los derechos humanos”. La violencia de hoy es heredera de las violencias activas y pasivas del pasado. Una violencia que sigue creciendo, imparable, cada vez más alarmante en número de homicidios, provocando situaciones de mucho dolor y sufrimiento, principalmente entre los pobres.
Ya lo señalaba el hoy beato monseñor Óscar Romero en la homilía del 25 de septiembre de 1977, con palabras que siguen teniendo vigencia en 2015: “Esta figura tan fea de nuestra patria no es necesario pintarla bonita allá afuera. Hay que hacerla bonita aquí adentro, para que resulte bonita allá afuera también. Pero mientras haya madres que lloran la desaparición de sus hijos, mientras haya torturas en nuestros centros de seguridad, mientras haya abuso de sibaritas en la propiedad privada, mientras haya ese desorden espantoso, hermanos, no puede haber paz, y seguirán sucediendo los hechos de violencia y sangre. Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo lo demás son parches. Los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia, mientras no se cambie la raíz de donde están brotando todas esas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”.
Llama la atención que muchos se rasgan las vestiduras por la violencia actual, pero no están dispuestos a organizar una sociedad más justa y según el corazón de Dios. No están dispuestos a acabar con la violencia pasiva ni a renunciar a sus privilegios. A esto se le llama fariseísmo. Sin justicia social, sin empleos decentes, sin salarios que permitan vivir con dignidad, sin escuelas de calidad, sin una salud pública efectiva y al alcance de todos, sin oportunidades de estudio y de trabajo para la juventud, la violencia no cesará. La violencia no viene de la nada, ni ha caído del cielo; proviene de una historia de injusticia, de opresión, de marginación de las mayorías, de expoliación de tierra y de salarios, de idolatría a la riqueza y desprecio al ser humano, de negación de los derechos fundamentales.
Si se quiere paz, hay que enfrentar el problema desde sus cimientos, reconociendo la desigualdad injusta y patente, el empobrecimiento creciente de algunos sectores, la inseguridad económica y la vulnerabilidad en la que viven decenas de miles de familias. Es necesario trabajar e imponerse sacrificios personales y sociales para superar esta dura e inhumana situación en la que vive más del 40% del pueblo salvadoreño. Es necesario reconocer que en la raíz de la violencia están la injusticia, la pobreza y la desigualdad.
Ante esto, tenemos que preguntarnos: ¿qué papel deben tener los profesionales de la UCA en este contexto? Aunque la respuesta ya la saben, la han escuchado muchas veces y también han reflexionado sobre ella, esperamos de ustedes lo que decía el P. Pedro Arrupe, hace ya muchos años, a unos antiguos alumnos de colegios jesuitas: “Nuestra meta y objetivo educativo es formar hombres que no vivan para sí, sino para Dios y para su Cristo; (...) hombres para los demás, es decir, que no conciban el amor a Dios sin el amor al hombre; un amor eficaz que tiene como primer postulado la justicia y que es la única garantía de que nuestro amor a Dios no es una farsa, o incluso un ropaje farisaico que oculte nuestro egoísmo. Toda la Escritura nos advierte de esta unión entre el amor a Dios y el amor eficaz al hermano. Oigamos solo estas frases de San Juan: «Si alguno dice ‘amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve»”.
Sentir con Romero
Recientemente vivimos un gran acontecimiento: la beatificación de monseñor Romero, que puede darnos la luz y la fuerza para hacer los cambios que el país necesita. El Salvador vivió ese día la mayor concentración de gente de su historia reciente, dejando en evidencia el cariño y la admiración del pueblo salvadoreño al que fue su arzobispo, y que se distinguió por su voz profética en defensa de la vida, la verdad y la justicia, poniéndose al lado de los pobres y oprimidos en aquellos difíciles años finales de la década de los setenta.
Los que participamos en el acto de beatificación nos llenamos de gozo al ver a tanta gente reunida por él, pero especialmente al oír su proclamación como “obispo y mártir, pastor según el corazón de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del Reino de Dios, reino de justicia, fraternidad y paz”. Esa mañana, nos embargó a todos un profundo sentimiento de alegría y de unidad, y monseñor Romero nos invitó a seguir sus pasos, a ser fuente de solidaridad, de amor, de justicia y de paz en El Salvador.
Pero ¿cómo hacerlo? Al final de la celebración, monseñor Vincenzo Pagglia nos dio la clave: nos invitó a “sentir con Romero”, es decir, a que hagamos nuestros sus deseos, sus sentimientos, sus pensamientos, y que sigamos el ejemplo de su vida. Sentir con Romero es respaldar las mismas causas que él defendió, seguir sus ideales y estar abiertos a una permanente conversión al Evangelio. Es estar a favor de la vida y de la verdad, es ponerse del lado del amor al hermano y de la justicia. Es luchar contra toda clase de mal, oponerse a todo tipo de violencia y trabajar por la paz. Es dejar a un lado el egoísmo y el individualismo, abandonar la idolatría a las riquezas y ponerse a favor del bien común.
Para el papa Francisco, “Romero eligió estar en medio de su pueblo, especialmente los pobres y oprimidos, a costa de su vida”. Así debemos hacer también nosotros si queremos sentir con Romero. Pensar primero y en serio en el bienestar del pueblo salvadoreño, especialmente en los pobres, en los que no tienen trabajo ni un empleo digno, en los que reciben un salario mínimo que no alcanza para comer los tres tiempos y mucho menos para comprar una casa decente, en los casi dos millones que viven en asentamientos precarios en condiciones inhumanas, en los que pasan días en las salas de emergencia de los hospitales públicos sin ser atendidos, en los que no aprenden en las escuelas. Pensar también en los muchos jóvenes pandilleros, en los que se hacinan en las cárceles, buscando y poniendo en marcha caminos para su rehabilitación y reinserción social.
Sentir con Romero es reconocer que todos somos hermanos y tenemos la misma dignidad de los hijos e hijas de Dios. Es tratarnos unos a otros con profundo respeto, es reconocer la igualdad de derechos y deberes, es preocuparnos para que todos los salvadoreños realmente tengamos las mismas oportunidades. Sentir con Romero es dejar de falsificar la realidad con mentiras y falacias, es estar dispuestos a reconocer la verdad, reconocer los errores del pasado, pedir perdón si es necesario y buscar con sinceridad el bien común.
Queridos graduandos y graduandas, hoy los invito solemnemente a sentir con Romero, a amar a la gente de este pueblo con el mismo amor que él la amó. Estoy seguro de que así encontrarán un verdadero sentido para sus vidas y alcanzarán la felicidad plena, y a su vez harán honor a esta universidad que los ha formado para que sean hombres y mujeres para los demás.
Mis felicitaciones a ustedes en este día de su graduación. Sepan que la UCA siempre será su casa. Muchas gracias.