Platón, en su libro Politeia, describe a la polis ideal como aquella ciudad-Estado justa, bien ordenada y gobernada por el más capaz, es decir, por el filósofo-gobernante. Platón aspiraba a una “aristocracia intelectual” para manejar la polis, en la cual solo los mejores debían ejercer el poder. Además, al filósofo-gobernante se le exigían cualidades como ser austero, ascético, apartado de los afanes económicos y de cualquier egoísmo. La cualidad más importante de este gobernante era que su educación le permitiera ver las ideas que se encuentran más allá del mundo cotidiano (inundado de apariencias) y que luego de haber contemplado la idea del bien —a través de un estudio arduo y extenso— se dedicara a los asuntos y tareas de gobierno poniendo todo su esfuerzo en función del bien común. Platón decía que con un filósofo-gobernantes de este tipo, guiado por la idea del bien, no se necesitaban leyes en la polis.
La larga vida de la que gozó le fue demostrando a Platón que su ideal de gobernante no era posible alcanzarlo y que para compensar las deficiencias de los mediocres que llegan al poder era necesario un buen conjunto de leyes que regularan el comportamiento de la polis. Sin embargo, en la actualidad, si bien las leyes imponen ciertas barreras políticas para evitar el ascenso fácil de los mediocres al poder, en la práctica no funcionan. Además, los medios de comunicación de masas se encargan ahora de construir y destruir la imagen de líderes políticos de tal forma que los ciudadanos difícilmente eligen al más competente para el ejercicio del gobierno. Así, los medios, que en una democracia deberían aportar claridad e informar sobre las capacidades reales de las élites políticas, más bien se dedican a enrarecer el ambiente electoral, contribuyendo al ascenso de los peores.
A esto hay que agregar que las predisposiciones ideológicas de los ciudadanos les dificultan elegir candidatos sobre la base de criterios de honestidad y competencia. Pero los mayores obstáculos para tener líderes políticos comprometidos con el bien común y la disminución de las desigualdades socioeconómicas del país son los procedimientos formales e informales que regulan el ingreso de candidatos en los partidos políticos. Los partidos seleccionan a sus candidatos más en función de su lealtad hacia la cúpula que en base a competencia y honestidad, como deseaba Platón. En buena parte de las democracias liberales actuales, las elecciones sirven nada más para ratificar a candidatos mediocres previamente elegidos por los partidos políticos.
En resumen, el ascenso al poder de los mediocres se facilita por la inefectividad de las leyes que buscan evitar el mal gobierno, las campañas de los medios de comunicación, las predisposiciones ideológicas de los ciudadanos y el deficiente reclutamiento de candidatos por parte de los partidos políticos. Lo único que queda para revertir esta realidad es elevar el nivel de estudios de los ciudadanos, dado que ellos son en última instancia los “elegibles” para gobernar la cosa pública. Diversos estudios indican que los líderes políticos con mayor educación formal (grados académicos) tienden a favorecer —aunque no siempre, por supuesto— políticas públicas orientadas al bien común. Además, en las democracias consolidadas el nivel de escolaridad de los gobernantes es en promedio dos años mayor que el de la población.
En nuestro país, mientras no se hagan esfuerzos grandes para elevar el nivel educativo de la población, solo podremos aspirar a gobernantes que si acaso han completado el bachillerato. Así, la abundante mediocridad en nuestro sistema político podría ser la causa principal de que en este país recurramos cada vez a más leyes para tener una polis justa, segura y bien ordenada.