En el capítulo quinto de la exhortación apostólica Amoris Laetitia se retoma el tema de la figura del padre en la cultura occidental, en la que, como se sabe, ha prevalecido una imagen negativa: es presencia entrometida o ausencia irresponsable. Lo primero tiene que ver con un modo perjudicial de ser padre expresado en conductas autoritarias e impositivas que fácilmente llevan al abuso y al maltrato. El padre ausente refiere a un desvanecimiento del rol paterno, ya sea por evidente fuga o por un desorden en sus prioridades. En la actualidad, según la exhortación, el problema ya no es tanto la presencia entrometida del padre, sino más bien su ausencia, que se manifiesta en una concentración excesiva en sí mismo y en su trabajo, en dedicar mayor tiempo a los medios de comunicación y a la tecnología de la distracción, y en la pérdida de credibilidad por conductas incoherentes. Todo ello apunta al hecho de no estar presente. Por eso se dice que la nuestra es una “sociedad sin padres”.
Ahora bien, este hecho es visto en el documento como un reto, no solo como un problema. Los progenitores están llamados a ser los primeros y principales cuidadores y formadores de sus hijos e hijas. De la madre se espera que ampare al hijo con su ternura y compasión para que despierte en él la confianza y el niño experimente que el mundo es un lugar bueno que lo recibe; esto permite desarrollar una autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La figura paterna, por otra parte, ayuda a percibir los límites de la realidad y se caracteriza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha. La necesidad y valor de la presencia paterna es expresada en el texto, a la luz de la fe cristiana, de forma muy sentida e inspiradora:
Dios pone al padre en la familia para que, con las características valiosas de su masculinidad, sea cercano a la esposa, para compartir todo, alegrías y dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones, cuando están despreocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el camino; padre presente, siempre. Decir presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos. Algunos padres se sienten inútiles o innecesarios, pero la verdad es que los hijos necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos.
La necesidad del amor paterno y materno como condición fundamental para la maduración del niño ha sido también resaltada por Erich Fromm. A su juicio, las actitudes del padre y de la madre hacia el niño se corresponden a las necesidades infantiles. El infante necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto fisiológica como psíquicamente. Después de los seis años, explica Fromm, el niño comienza a necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía. La función de la madre es darle seguridad en la vida; la del padre, enseñarle, guiarlo en la solución de los problemas que le plantea la sociedad particular en la que ha nacido. En el caso ideal, el amor de la madre no trata de impedir que el niño crezca, no intenta hacer de la desvalidez una virtud. El amor paterno, por su parte, debe regirse por principios y expectaciones; debe ser paciente y tolerante, no amenazador ni autoritario. Debe darle al niño que crece un sentido cada vez mayor de la competencia, y oportunamente permitirle ser su propia autoridad y dejar de lado la paterna.
Pero volvamos a la tradición bíblica. Es de sobra conocido que en la oración más excelente del cristianismo se usa la expresión “Padre” para referirse a Dios (“Padre nuestro”). Se ha cuestionado si no hubiese sido mejor un nombre no antropomórfico, como “Espíritu”, “Creador” o simplemente “Dios”. Y que si se desea un tratamiento antropomórfico, por qué no llamarle “Madre” en lugar de “Padre” o “Padre-Madre” en lugar de optar por uno de los dos. El biblista John Dominic Crossan, ahonda en el sentido del término, que, a su juicio, parte y trasciende los influjos propios de la sociedad tradicional y patriarcal en el que se usó. Afirma que en el pensamiento bíblico una casa bien administrada supone la existencia de un buen cabeza de familia. ¿Y cómo reconocer a uno? Pues echando un vistazo alrededor y verificando si están los campos bien preparados; si hay suficiente comida, vestimenta y cobijo para los habitantes; si se cuida a los vulnerables; si no hay inequidades ni injusticia.
Este modelo doméstico esencial del buen cabeza de familia es aplicado a Dios. Cuatro son los rasgos principales que se destacan de esta imagen de “Padre”: (pro)creador, protector, proveedor y modelo a seguir. El padre crea, sostiene y cuida de la vida. El padre protege, salva y libera. El padre provee a los débiles y vulnerables de la casa. El padre se constituye en modelo a imitar. Los hijos aprenderán a ser cabeza de familia mediante el aprendizaje implícito del ejercicio de esta función por sus padres; los cabezas de familia, hombre y/o mujer, son sus modelos. Desde el arquetipo de cabeza de familia bíblico podemos volver a una presencia renovada y fresca en el modo de ser padre, que supere la imagen ausente, desviada o desvanecida prevalente.