Cuando se quiere reescribir la historia

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Proceso
27/01/2022

La coyuntura nacional, especialmente si atendemos a las publicaciones en medios y en redes, ha estado marcada por dos acontecimientos muy distintos: por una parte, la beatificación de Rutilio Grande, Cosme Spessotto, Nelson Lemus y Manuel Solórzano, y por otra el trigésimo aniversario de los Acuerdos de Paz, mezclado con la polémica de sustituir el día de los Acuerdos por el día nacional de las víctimas del conflicto armado. En ambos casos, el esfuerzo gubernamental trata de reescribir la historia a su gusto y para su propia propaganda. Mientras la Iglesia celebra en los mártires la fe profunda que llevó a unir la labor religiosa y la labor social, incluso hasta derramar su sangre, algunos partidarios del actual régimen trataron, en un primer momento, de insistir en que a estos mártires los habían matado los mismos de siempre. Pero el peso moral de la Iglesia impidió cualquier tipo de utilización que se saliera de la objetividad de los hechos: los mártires fueron asesinados por personas sin conciencia, pero sobre todo fueron víctimas de una situación de injusticia estructural denunciada y enfrentada por ellos desde principios evangélicos. Injusticia estructural que llega hasta nuestros días, por más que se diga que se quiere combatir.

El debate sobre el nombre del día 16 de Enero, Día de los Acuerdos de Paz o Día de las Víctimas del Conflicto Armado muestra también el deseo gubernamental de manipular la historia a su gusto. De hecho, la petición de declarar un Día Nacional de las Víctimas del Conflicto Armado es una antigua aspiración y propuesta de la comunidad de defensores de Derechos Humanos que nunca fue satisfecha. Los defensores de DDHH insistían siempre, en el día de los Acuerdos, en que el protagonismo de la celebración debía ponerse, más que en los firmantes, en las víctimas de la guerra y en aquellas personalidades que empeñaron su propia vida, e incluso la dieron, para defender la paz y lograr la finalización del conflicto por la vía del diálogo y la negociación. Masacres como las de El Mozote, tan mal tratadas por el Gobierno actual, hicieron más por la finalización de la guerra que los propios firmantes de los Acuerdos. Las víctimas de las repetidas masacres cometidas por la

Fuerza Armada crearon la conciencia nacional e internacional de que la guerra salvadoreña no tenía sentido y de que era mucho mejor para el país una paz con justicia que la locura de una guerra injusta con masacres de la población civil.

Eso no quita que los Acuerdos de Paz puedan y deban celebrarse. Pero personalidades como Monseñor Rivera o Ellacuría, así como las víctimas de numerosas masacres, o las personas que dieron su vida en defensa de los derechos humanos, deberían estar mucho más presentes en la celebración del día. El protagonismo en la formación de una conciencia de paz, que condujo a los Acuerdos y forzó su firma, fue de ellos, y no tanto de los firmantes. Y eso sin querer quitarles a los firmantes su parte importante en el proceso de paz. El Gobierno, en cambio, habla de las víctimas sin honrarlas. Sus funcionarios, incluidos Magistrados de la Corte Suprema, se presentan como defensores de las víctimas, al tiempo que rechazan dialogar con los sobrevivientes de la barbarie y con quienes han defendido a las víctimas sistemáticamente cuando la ominosa ley de amnistía trataba de sepultarlas en la impunidad y el olvido. Las huestes gubernamentales odian a los firmantes, quieren borrarlos del mapa histórico de El Salvador, e intentan utilizar a las víctimas como propaganda de su novedad arbitraria y caprichosa. Si algunas embajadas felicitan a quienes celebran los Acuerdos de Paz, el propio presidente les termina diciendo que eso es injerencia en el país, a pesar de que los pueblos de las embajadas mencionadas jugaron un papel importante en el impulso salvadoreño hacia la paz y continúan apoyando nuestro desarrollo social y democrático.

Las élites del gobierno actual tienen un conocimiento muy escaso de la historia de El Salvador y no dan muestras de interesarse en ella. Son, en su mayoría, miembros de una generación burguesa y superficial, escasamente comprometida con la justicia. Ni siquiera se les ve la intención de estudiar  seriamente posibles soluciones a los problemas estructurales del país. La propaganda es la reina y emperatriz de la ideología de los llamados miembros de Nuevas Ideas. Desde su propio vacío necesitan reescribir la historia presentándose como redentores de una política irredenta; la de sus predecesores, con los que en algún momento, brindaron y celebraron en el pasado. Y si en algún tema o acontecimiento importante  no han tenido protagonismo, tratan de destruir el prestigio ajeno y presentar con espectacularidad decisiones y discursos que terminan chocando con la realidad pobre y sumida en la injusticia que sufre nuestro país. No advierten que la propaganda, los insultos a la oposición crítica, o la espectacularidad de las presentaciones y discursos nunca podrán sustituir el trabajo permanente de quien analiza con seriedad la realidad o de quien se esfuerza en hacer historia desde la promoción y defensa de la dignidad humana y de la justicia social.

 

* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 75.

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