Algunos críticos afirman que el gobierno de Nayib Bukele representa un retroceso a nivel político e institucional y, para ejemplificar dicha postura, ubican las acciones de la Fuerza Armada en un distante pasado de cuarenta o cincuenta años; y de modo similar la libertad de expresión y de prensa, etc. No obstante, considero que la idea de “retroceso”, así planteada, no es más que una analogía poco útil, por no decir inútil, en cuanto tiende a falsificar la realidad (al igual que su contraria “progreso”), al tiempo que oculta el carácter estructural que ha posibilitado que este gobierno ejerza el poder con exceso de improvisación, evasión de controles y falta de transparencia. Con esta analogía se individualizan y personifican las causas (lo cual es un grave error) y se diluye —en el análisis— la fuerza de actualización del pasado y el carácter novedoso y particular que debería ser tomado en cuenta en la planificación de respuestas.
De este modo, no padecemos, en El Salvador, un retroceso, sino la configuración de un nuevo gobierno de corte dictatorial. El cual surge con carácter y proyección propia, sostenido por condiciones socioeconómicas y políticas que no podrían ser comprendidas bajo aquella analogía. Lo que se ha mostrado en los hechos es que la corrupción, la violencia de las maras, la ineficiencia de las autoridades y por ende, la desaparición —en la práctica— del Estado de Derecho incapaz de responder ante las necesidades básicas, fue el cultivo en el que surgió una opción política partidista capaz de mediar entre el resentimiento y frustración indeterminada de la gente y la promesa de un cambio radical que incluye la separación —o más bien destrucción— de los “enemigos” del pueblo.
No hay retroceso sino, incluso, una cierta novedad. De forma muy breve, menciono tres elementos que caracterizan al gobierno de Bukele. El primer elemento es travestir la falacia en verdad, con lo cual se evaden los cuestionamientos directos y se desvían las discusiones a un plano donde los funcionarios tengan control. Es mediante la falacia que se ataca a los críticos en nombre de la corrección moral del presidente y su causa, lo que constituye un discurso de tipo fascista de invención del enemigo interno. El segundo elemento es hacer de lo perverso una pedagogía del cuidado, por cuyo medio se construye la imagen de Bukele como señor y salvador que ha tenido que sortear las más férreas oposiciones “por fidelidad al pueblo”, como cuando insinuó que la Corte Suprema había ordenado el asesinato de cientos de miles de salvadoreños y, por ende, él no obedecería tal mandato. Finalmente, el tercer elemento característico de este gobierno es la elevación de la publicidad y la comunicación a política de Estado, ejecutando obras, acciones gubernamentales o políticas bajo la lógica de consumo de imagen y no de respuesta a verdaderas necesidades, lo que hace del acto publicitario un fin en sí mismo y no una herramienta de información. Son los valores, los fines y objetivos de la publicidad los que van marcando, en gran medida, el ritmo de las acciones gubernamentales, con lo que se suplanta el manejo eficiente de los recursos económicos por el uso maquiavélico de estos. El dominio de la estética, los mensajes (aparentemente) claros y simples, el dominio violento de redes sociales y el despliegue masivo de fotoperiodistas ha logrado posicionar la imagen (falsa) de un presidente eficaz, con conocimiento de todas las variables y comprensión del lenguaje del pueblo. Es en este tercer elemento donde observo lo más novedoso del gobierno de Bukele, por cuanto es transversal a cualquier acción.
El tiempo es nuevo para El Salvador, no solo por lo que significa el surgimiento de un régimen autoritario con el respaldo masivo de la gente y con control de las herramientas de comunicación, sino porque quienes nos consideramos opositores requerimos la audacia de pensar una forma distinta de entender y participar en política. Es en este dilema donde contemplo el papel fundamental que tienen y seguirán teniendo los Derechos Humanos, por cuanto estos poseen unas virtudes que difícilmente alcanzan los partidos políticos: tienen claro su centralidad (las víctimas), su fidelidad (reivindicar la dignidad humana) y su dinamismo (actualización, autocrítica y diálogo permanente como motores).
Los derechos humanos tienen la fortaleza de combinar diversidad de experiencias, opiniones, ideologías o credos en tanto no pierdan aquellas virtudes de centralidad, fidelidad y dinamismo. Además de ello, los derechos humanos tienen un doble carácter que considero fundamental en toda lucha política cuando no se posee el poder político-económico ni se aspira a él: implican el compromiso temporal-personal con lo urgente pero no con lo inmediato, por ello no se pacta con salidas fáciles y el corto plazo se observa más como treta que como posibilidad, puesto que se aspira a cambios que garanticen su sostenimiento en el tiempo.
El compromiso es con lo central y tal acción proviene del atestiguamiento, es decir, de la puesta en juego de la propia vida y la apuesta por un futuro construido en conjunto con quienes se es testigo. Compromiso es disposición de tiempo y de vida hacia otro que se sostiene en el corazón. Si ponemos el énfasis en la idea del retroceso cedemos la responsabilidad a los “protagonistas” causantes de tal alteración. Fijarnos en la complejidad del presente, sin perdernos en metáforas, devuelve la parte de responsabilidad que nos corresponde como sociedad, que vincula y compromete a la diversidad de actores. Esta segunda mirada reafirma no solo el carácter novedoso del presente, incluyendo lo singular del gobierno de Bukele, sino la fuerza con que esa novedad también sostiene la esperanza. Así, el compromiso de los derechos humanos supone hacerse cargo de la esperanza que su propia acción va recreando y de la que surge como exigencia de aquellos con quienes nos encontramos y ocupan la centralidad de nuestras opciones.
* Diego Vargas, del Idhuca. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 42.