Desdemocratización y autocracias

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La tesis que deseo defender en este breve texto sostiene que los problemas de representación política han conducido a un proceso de desdemocratización a escala global, entendiendo por tal “al desmantelamiento de los presupuestos culturales y las precondiciones institucionales que, más allá de los requerimientos mínimos que se le exigen a la democracia electoral, respaldan el buen funcionamiento de las reglas del juego democrático” (Greppi, 2021). En efecto, hoy más que nunca se afirma que no solo con ideales se preserva la democracia, sino que esta debe evidentemente ser acompañada por un conjunto de apoyos históricos y empíricos. Sin estos apoyos, el deterioro democrático experimentado hasta ahora es una consecuencia inevitable. Ahora bien, y esta es la segunda parte de la tesis que sostengo, tanto el freno del avance de los sistemas políticos a escala global, que dejaron de evolucionar en la dirección de la expansión y la profundización de la democracia, así como su consecuencia natural, la evidente degradación posdemocrática, han dado lugar a la aparición de los referidos regímenes iliberales, híbridos y defectuosos.

No conocemos en el largo plazo hacia dónde conducirá tal erosión desdemocratizadora. Lo que sí puede sostenerse, porque hay suficiente evidencia al respecto, es que se ha producido una suerte de ‘desconstitucionalización’ en los regímenes democráticos, ya sea a través de la erosión o, en muchos casos, por medio de un ataque directo a los principios y normas constitucionales encargados de hacer efectivas las garantías y los derechos ciudadanos (Ferrajoli, 2014).

Esto se traduce tanto en un incremento de los márgenes de arbitrariedad e ilegalidad en el desempeño de los poderes públicos, como también en el debilitamiento de los esquemas constitucionales representativos que regulan las esferas legítimas de decisión de cada una de las instancias del poder político (ejecutivo, legislativo y judicial). Esto ocasiona que unas instancias, por ejemplo, el ejecutivo o un congreso con una oposición débil, suplanten, anulen o interfieran en el correcto desempeño de las demás, por ejemplo, el poder judicial.

Una segunda tendencia que marca la dinámica de muchos regímenes democráticos a nivel global que no solo afecta a las democracias jóvenes y poco consolidadas o a regímenes híbridos, sino también a las democracias de más abolengo y añejamiento, es la elección de líderes con pocas credenciales democráticas. El caso emblemático de esta segunda tendencia es el ascenso al poder de Donald Trump en los Estados Unidos y todas las secuelas que dicho acontecimiento ha producido.

¿Cómo es posible que hayamos llegado a este punto de impase democrático a nivel global? ¿Cómo explicar la ruptura o pérdida de confianza en la superioridad moral de la democracia como el diseño institucional más propicio para satisfacer -libremente y apegado a derecho- las legítimas preferencias de los ciudadanos? ¿Puede decirse que se han ya producido suficientes mutaciones estructurales en clave desdemocrátizadora para pensar que estas ya no podrán ser revertidas en el futuro? Se trata, evidentemente, de interrogantes inevitables que no tienen una respuesta fácil. Exhiben, además, con total contundencia un ánimo generalizado de desconcierto, como si estas transformaciones no se hubiesen venido incubando desde hace ya un buen tiempo atrás. Prueba de ello es, en efecto, la importante proliferación de trabajos, ensayos, estudios, reflexiones, etcétera sobre este fenómeno de desdemocratización, populismo, autocracia e iliberalismo. Repensar los marcos democráticos se volvió una exigencia de nuestros tiempos.

El debate es amplio, por supuesto. Retomo al respecto la explicación de Andrea Geppi que simplifica su mirada concentrándose en dos dimensiones: la ideológica y la institucional: “En el plano ideológico -sostiene Greppi- las pulsiones ‘desdemocratizadoras’ salen a flote en aquellos movimientos y corrientes de opinión que rebajan las exigencias del ideal democrático, apelando a valores que tan poco tienen que ver con la democracia como la gobernabilidad o la prosperidad”. Desde esta perspectiva, el ‘pecado’ no es nuevo. Desde Schumpeter (1971) hasta nuestros días, esta ha sido una crítica recurrente hacia las visiones hegemónicas y/o institucionalistas de la democracia. Es decir, bajo el argumento de que los ideales democráticos son demasiado exigentes, la manera más sensata de manejarlos debía ser a partir de reducir su densidad normativa o, dicho de otra manera, rebajar drásticamente las expectativas y exigencias que esta dimensión postulaba.

Quizá lo nuevo de esta estrategia es que fue llevada al límite al calor del éxito del discurso neoliberal y su manera de entender su relación con la democracia. Esto es lo que advirtió, entre muchos otros, antes de su prematura muerte, Peter Mair, quien en su libro póstumo, con un título más que emblemático, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental (2015) documenta, con indiscutibles datos estadísticos en las consolidadas democracias occidentales, las tendencias que abrirían el camino a las democracias iliberales y al populismo y autoritarismo, a saber: el desinterés ciudadano por la política, el declive de la participación electoral asociado, sin embargo, a una elevada volatilidad electoral, la caída estrepitosa de la afiliación y de la lealtad ciudadana a los partidos políticos e incluso la retirada de las élites de su compromiso con la ‘buena’ gobernabilidad (la defensa de los intereses nacionales) de sus respectivos países como una forma de rendirse a las presiones globalizadoras. En opinión de Mair, dejar las decisiones políticas en manos de las tecnocracias es lo que condujo al vaciamiento y banalización de la democracia. Y es que, al final del día, la ciudadanía no es ingenua. Entiende que si se le permite votar en elecciones libres que al final no se traducen en un impacto real sobre la formulación de las políticas públicas decisivas, algo anda mal con la democracia.

Volviendo con Greppi sobre este punto: las pulsiones antidemocráticas nacen de “los discursos que atribuyen una autoridad desmedida a los expertos y a los órganos reguladores, pretendidamente imparciales, desplazando a las instancias de decisión popular. Pero también se manifiestan en la representación simplificada que en tantos medios se hace de las reclamaciones populistas, descritas como pura desmesura, como expresión de sujetos irresponsables, que se empeñan en hacer oídos sordos a las inamovibles leyes de los mercados o de la tecnología”.

A su vez, sobre la dimensión propiamente institucional de la desdemocratización, Greppi señala tres grandes ejes sobre los que hay que poner atención: a) la simplificación del juego democrático; b) la desconstitucionalización del sistema político; y, c) cuando las condiciones, tanto procedimentales como sustantivas de la democracia, se pervierten o degradan, entonces los ciudadanos quedan a merced del sistema que inequívocamente se orientará a la selección de los peores gobernantes. Este tipo de gobernantes no solo serán aquellos que encarnan la típica demagogia desmedida, sino también aquellos que, con todas sus convicciones, están dispuestos a utilizar los mecanismos democráticos para destruir los cimientos institucionales de la democracia misma.

Sobre el primero de estos aspectos, es necesario señalar que la simplificación del juego democrático se manifiesta en tendencias claras y constantes: debilitar los pesos y contrapesos (cuyo propósito es asegurar la pluralidad de intereses y voces en la sociedad, entre otras razones de peso) con el argumento de que, en democracia, es más importante la eficacia y la inmediatez de las decisiones para la buena gobernanza. Por supuesto, tras esta simplificación, lo que realmente está en juego es la búsqueda de una concentración del poder en manos de un ejecutivo hiper-reforzado. Lo anterior viene junto a un objetivo consustancial: conseguir la quiebra de la primacía del poder legislativo y de la ley a favor del ya referido poder ejecutivo.

La desconstitucionalización del sistema democrático consiste en la erosión y/o incluso consciente demolición del sistema de garantías que están diseñados para asegurar la efectividad de los derechos y garantías constitucionales. La transgresión de dicho sistema conduce al aumento de los márgenes de ilegalidad en el comportamiento de los poderes públicos lo que al final del camino puede y conduce al predomino de los “poderes salvajes” (Ferrajoli, 2011). Por supuesto, no conviene absolutizar o sacralizar el valor y significado de las constituciones, pero tampoco reducir toda expresión del derecho a mecanismos sesgados de dominación a favor de las clases dominantes.

En fin, la selección de los peores gobernantes, consecuencia aparentemente inevitable de los dos aspectos anteriores, es la afirmación de las autocracias contemporáneas, la tercera dimensión institucional de la desdemocratización en cuestión. Un círculo vicioso que emerge como un abierto desafío a combatir y del cual la iliberalización de la democracia es uno de sus patentes síntomas.

 

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Referencias

-Ferrajoli, L. (2011), Poderes salvajes, Madrid, Trotta.

-Ferrajoli, L. (2014), La democracia a través de los derechos, Madrid, Trotta.

-Greppi. A. (2021), Desdemocratización. Inédito.

-Mair, P. (2015), Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Madrid, Alianza.

-Schumpeter, J. (1971), Capitalismo, socialismo y democracia, vol. 2, Madrid, Aguilar.

 

 

* Ángel Sermeño Quezada, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 68.

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