La semana pasada, tres generales, los tres exministros de Defensa, coincidieron en un programa de televisión. El programa, por alguna razón misteriosa, se llama Frente a frente. Pero los militares no tenían a nadie en frente, ni siquiera al entrevistador. De modo que el Frente a frente esa vez se convirtió en un ir de frente a favor de la impunidad. El trío pidió a la Corte Suprema de Justicia que en el Caso Jesuitas actuara jurídicamente, no ideológicamente. Entendiéndose por lo primero que la Corte niegue la extradición y por ideológico que la otorgue. Todo un avance intelectual de la mentalidad castrense, tan acostumbrada al garrote y a la ley del más fuerte. Y por si alguno suponía que no había raciocinio en las peticiones, añadieron que “este es el momento de finalizar este caso para bienestar incluso de la nación”. La nación siempre presente en la mente militar como objetivo supremo, pero lamentablemente confundida con el interés castrense. En lo único que el trío tuvo razón fue en la terrible tardanza de la Sala de lo Constitucional a la hora de resolver un habeas corpus solicitado en favor de los exmilitares detenidos por el caso. Una retardación judicial que amerita solicitar una multa para la Sala, precisamente para cumplir con la Constitución que esos supuestos constitucionalistas, dignos de ser multados, están encargados de defender.
El “bienestar de la nación” aparece en el pensamiento de estos tres militares como opuesto a los derechos humanos. Se puede matar impunemente por odio al pensamiento ajeno, y nada más que por eso, sin que haya consecuencias. Para los tres exministros es suficiente con el juicio ya realizado; un juicio que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos calificó como carente de legitimidad y que ciertamente no alcanzó a los autores intelectuales del asesinato. Un juicio que —¡viva la decencia castrense!— solo tocó a los más débiles en la organización del acto criminal. Los coroneles acusados en distintas ocasiones como autores intelectuales quedaron tranquilamente en la impunidad sin que la Fiscalía General de la República, ni el sistema judicial, ni los mismos militares se interesaran en investigarlos. El “bienestar de la nación” exige por lo visto que los militares de alto rango queden impunes y que los soldaditos pobres o los ingenuos carguen con la responsabilidad de los de arriba. No importa que los jefes cometan crímenes de lesa humanidad o verdaderos actos de terrorismo. Ellos, como suelen decir, servían a la patria.
Lo lamentable es que la mentalidad de estos tres generales sea la que marque el ritmo de la Fuerza Armada. No hablaremos de otros exministros de Defensa, mucho más salvajes, partidarios del asesinato, el terrorismo y la tortura, afortunadamente ya superados. Estos tres generales son de la posguerra. Sin embargo, mantienen la idea de impunidad y la cerrazón mental características del pasado y las transmitieron en su momento a los subalternos, hoy de alta en el Ejército. Si algo no se puede dudar en el asesinato de los jesuitas y de las dos mujeres refugiadas en su casa es que la organización del crimen tuvo el respaldo del Estado Mayor del Ejército. Tal vez no de todo el Estado Mayor, pero sí de piezas fundamentales dentro del mismo.
En ese momento de la ofensiva de la guerrilla, era imposible, sin conocimiento y coordinación de las altas autoridades castrenses, movilizar 40 soldados, que dispararon por 20 minutos con rifles M-16 y AK-47, y una ametralladora M-60 a 700 metros del Estado Mayor. Además, tiraron tres granadas y un cohete antitanque Law contra la casa de los jesuitas, y finalizaron el festival macabro iluminando la noche con el lanzamiento de dos bengalas para contrarrestar la falta de energía eléctrica y visualizar si había algún candidato más a ser asesinado. Incluso algunos de los coroneles hoy acusados, y otros de generaciones más próximas, reconocen en privado que era imposible que el Estado Mayor no estuviera al tanto del operativo, dada la cercanía con lugares estratégicos para la Fuerza Armada y el enorme, largo y duradero ruido bélico de esos veinte minutos de terror.
Lo vergonzoso es que tres generales que se consideran a sí mismos profesionales sean incapaces de ver las cosas profesionalmente y digan con alegría que aquí no ha pasado nada y que el bienestar de la nación exige el olvido absoluto del tema. De ser en verdad profesionales, lo mínimo que se habría esperado de estos tres personajes es que como ministros hubieran pedido perdón públicamente por un crimen de lesa humanidad, cometido y encubierto sistemáticamente desde la institución que dirigían. Pero pedir perdón parece que sería un atentado contra el bienestar de la nación, al menos en la mentalidad de una buena parte de la alta jerarquía de la Fuerza Armada, exministros incluidos. Más importante que el juicio en España —y esta es una opinión estrictamente personal— sería que la institución armada pidiera perdón en este y en otros casos. Cuando comenzó el proceso en España, varios de los jesuitas que vivimos en El Salvador dijimos que ello obedecía no solo a la impunidad interna, sino a la incapacidad de pedir perdón del Ejército. El ideal es arreglar las cosas en El Salvador. A mi juicio, eso podría lograrse con una ley de justicia transicional que prescinda de la penas de cárcel a cambio de la contribución con la verdad y la petición de perdón de los victimarios. La retrógrada posición de la Fuerza Armada, incapaz de dialogar, de pedir perdón y de contribuir a la verdad, es la verdadera responsable de que el juicio que hoy lamentan los exministros se haya abierto en España.