Recientemente, el Fondo Monetario Internacional (FMI) dio siete recomendaciones a El Salvador. Algunas de ellas son positivas, como el impuesto predial, el incremento del impuesto sobre la renta (especialmente de quienes ganan más) y el aumento de la edad de jubilación. La reducción del gasto en burocracia también es acertada si se invierte más en las personas y en las redes de protección social. Pero otras, como el aumento del IVA, implican un serio desprecio a los pobres. No es raro que así sea, porque el FMI nunca se ha destacado por su preocupación social. Es cierto que El Salvador está pasando una grave crisis y que el nivel de deuda pública es muy alto. Y es normal que se pidan sacrificios. Pero pasar por alto el tema de un salario mínimo a todas luces injusto, que no permite el desarrollo de las capacidades de las personas, que las excluye del desarrollo y las mantiene en una marginación permanente, nos es más que una muestra de una conciencia basura. Sobre todo si a este silencio se le añade una subida del IVA. Es cierto que el IVA es uno de los impuestos más fáciles de recaudar. Pero aumentarlo en estas circunstancias, en las que la mitad de la población vive en la pobreza, es hacer pagar los costos de la crisis actual a quienes tienen menos culpa de ella.
Porque la culpa de la crisis es fundamentalmente de quienes tienen más dinero en el país y de quienes han gobernado desde el fin de la guerra hasta el presente. Los gestores de la economía nacional no son los pobres, sino las élites. Y son precisamente ellas las que tienen que cargar con el mayor peso de la recuperación. Pero todo indica que el FMI se inclina hacia la tendencia elitista salvadoreña, que prefiere que la mayor parte de los impuestos recaigan sobre quienes tienen menos dinero y menos culpa de la crisis. No importa que sean precisamente los pobres, que han emigrado de El Salvador víctimas del maltrato económico y de la falta de protección gubernamental ante la violencia, quienes aminoran la crisis con sus remesas. Porque si esta no se ha acentuado es precisamente por la enorme cantidad de migrantes campesinos y suburbanos que se han ido —sobre todo a Estados Unidos— y que envían sus remesas a la familia en el terruño nativo. Frente al rostro transparente y solidario de nuestros hermanos en el exterior, se alza el rostro de negrero del Fondo Monetario Internacional, tan dispuesto siempre a castigar a los pobres en tiempo de dificultad.
Ni siquiera aparece en las recomendaciones del FMI establecer un IVA diferenciado, que aumente según el lujo o lo prescindible de los artículos, y que disminuya en el caso de los artículos de primera necesidad. Un igualitarismo absurdo en el IVA lo único que hace es afectar con mayor dureza a quien menos tiene y multiplicar la desigualdad. Hacerle caso al FMI es olvidar que la desigualdad es causa real de violencia. Si no hubiera violencia en el país, nuestro producto interno bruto crecería en un 20%, por lo menos. Si para algo deben servir los impuestos es para reducir la desigualdad entre las personas. Como también sirve para ello aumentar con seriedad el salario mínimo. Y sobre todo en El Salvador, donde algunos de los tipos del salario mínimo no alcanzan a cubrir ni siquiera la canasta alimentaria de una familia promedio.
Para colmo de males, estas recomendaciones, que son una especie de imposición para un país débil y dividido como el nuestro, vienen formuladas por personas que desconocen lo que es la pobreza. Por lo general, la han estudiado desde situaciones de privilegio, gozan de unos espléndidos salarios y magníficos términos de jubilación. En otras palabras, se puede decir con toda franqueza que un grupo de ricos y afortunados determina el sacrificio de los pobres, mayoría en nuestro país. Aunque individualmente los técnicos del FMI sean buenas personas, trabajan desde la comodidad y desde una institución que privilegia la economía de los ricos. Eso los mancha y los denigra éticamente. El hecho de que en países como México siga creciendo el número de millonarios mientras el salario promedio se devalúa es un ejemplo de la dirección que tienen las recomendaciones del FMI. Acatar las recomendaciones que producen ese tipo de disfunciones es contribuir con una economía que mata y que impide o entorpece el desarrollo libre de las capacidades de las personas.
La Organización Internacional del Trabajo, una institución bastante más seria que el FMI, acordó en 2015 que un promedio de 200 dólares por persona sería la base para un salario decente en los países débiles o en vías de desarrollo. Lo que quiere decir que si una familia es de cuatro personas, el ingreso de la misma debe ser al menos de 800 dólares. Y en el tema de los impuestos, la OIT da también unos consejos diferentes para los países emergentes y en vías de desarrollo como el nuestro. Entre ellos, la “formalización de las empresas y de los trabajadores informales, para ampliar la base impositiva (y para incluirlos en el ámbito de los regímenes de protección social […]); mejorar la progresividad de las imposiciones tributarias, a fin de que quienes más ganan paguen una proporción mayor de la carga fiscal global; y mejorar la recaudación impositiva”. Pero este tipo de recomendaciones no suele tener el mismo impacto en nuestros medios de comunicación.
Al final, el FMI es un instrumento de los países más poderosos, centrados en sus capitales. Y nuestros capitales e intereses empresariales, siempre dependientes del dinero del más fuerte, son cómplices del abuso. Cuando el presidente de la ANEP dice que el arzobispo, al reflexionar sobre el salario mínimo, “habla con el corazón, pero la economía es de números”, dice una verdad a medias. Es cierto que el arzobispo habla desde el corazón solidario de la Iglesia. Pero los números del presidente de la ANEP hacen que unos vivan en la abundancia y otros pasen hambre. Son números sin corazón. Números que, como decía el papa Pío XI, se acumulan en los más poderosos, “lo que con frecuencia es tanto como decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia”. Hay números más justos que los suyos, señor presidente de la ANEP, incluso en una economía de premio Nobel. Y el arzobispo, desde su corazón, tiene mucha más razón que ustedes desde los números del becerro de oro.