El anuncio del ordenamiento del tráfico en el gran San Salvador ha sido recibido con reacciones encontradas; ha generado tanto expectativa por los beneficios del plan como incredulidad. La medida es demasiado beneficiosa como para ser real. Ideas no faltan, sino medios eficaces de concreción. De momento, la aplicación de algunas de las disposiciones anunciadas ha comenzado con buen pie, pero para alcanzar las metas propuestas, la acción gubernamental debe ser sostenida y profundizada. Surge la duda de si el Gobierno está dispuesto a empeñarse a fondo con tesón y a resistir el desgaste de unas acciones que ya han encontrado fuerte oposición. Disciplinar a conductores caprichosos, rebeldes y mal educados será tarea muy dura, que exigirá recursos, firmeza y creatividad.
El plan es ambicioso y las ventajas económicas, sociales y de salud pública, indiscutibles. Si el Gobierno logra poner en práctica algunas de las medidas propuestas, avanzaría en el ordenamiento de la circulación vehicular, y ese éxito redundaría en credibilidad y legitimidad para completar el proyecto. Una de las medidas que debiera tener prioridad es el ordenamiento del transporte público —obligarlo a circular por la derecha, a no sobrepasar, a detenerse solo en las paradas, a respetar las leyes elementales de tránsito, a no circular con unidades casi vacías, etc.—. Buena parte del desorden y del congestionamiento es resultado del capricho de los empresarios del transporte público, que gozan de impunidad. El sometimiento de esta mafia pone a prueba la voluntad gubernamental y dará la medida de cuán firme es su propósito de ordenar el tráfico.
Más allá de las buenas ideas e intenciones, existen razones suficientes para poner en entredicho la capacidad gubernamental. Desde que Arena liberalizó la economía (“cortar la grasa”, dijeron entonces), los Gobiernos abandonaron a su suerte la circulación vehicular. El más fuerte y el más “vivo” (en realidad, un caprichoso mal educado) se apoderaron de calles y carreteras. Los vehículos nacionales, incluidos los de la misma Policía, circulan con la misma ferocidad del busero. Quizás piensen que la ley de tránsito no los obliga a ellos también, dado que son autoridad. Más aún, no hace mucho la Policía y Casa Presidencial concedieron impunidad a uno de los suyos después de atropellar a una persona. La impunidad, como la corrupción, es integral. El conductor poderoso también se beneficia de ella.
El Gobierno actual parece haber recapacitado. Quizás ha caído en la cuenta de que la millonaria inversión en infraestructura vial es un sinsentido si el caos sigue predominando en las calles. Y ese agudo desorden es responsabilidad primaria y directa de la desidia gubernamental. Existe ley, pero no agentes de tránsito que la apliquen. Los sustitutos recién descubiertos no tienen facultad para coaccionar al conductor rebelde. Contrasentidos como este son comunes. El problema no es de legislación ni de endurecimiento de sanciones, sino de aplicar la legislación existente. El cartel que prohíbe el paso del vehículo pesado, la raya amarilla que prohíbe aparcar o la doble raya amarilla que no permite girar de poco sirven sin un agente con autoridad y disposición para aplicar esas prohibiciones. Y eso es lo que le falta al Gobierno para que estas nuevas medidas extraordinarias sean eficaces.