Nuestro arzobispo ha insistido varias veces en que un salario en El Salvador inferior a los 300 dólares es pecado. Aunque la frase es clara y con un significado evidente, poco hemos reflexionado sobre ella. Un comentarista se atrevió a decir que el arzobispo no sabe de economía. Pero su palabra tuvo muy poco eco, porque el comentarista no es economista ni una persona muy sabia. Y sobre todo se ve a las claras que sabe muy poco de ética y de moral, que es donde se mueve el concepto cristiano de pecado. En esta área, nuestro arzobispo tiene conocimiento y palabra seria y bien fundada. Hoy, cuando parecen olvidadas, y ciertamente estancadas, las conversaciones sobre el salario mínimo, es importante reflexionar sobre este tema. Porque si los liderazgos nacionales no son coherentes con la ética, están cayendo en lo que la Iglesia llama pecado social. Un pecado que por supuesto tiene detrás nombres de personas concretas, pues su raíz está siempre en opciones humanas personales que generan graves situaciones sociales. Entre los considerados pecados sociales, suele mencionarse hoy la contribución a ampliar la brecha entre ricos y pobres, la riqueza excesiva y el generar pobreza. No son los únicos, pero es interesante reflexionar sobre la vinculación que pueden tener con la fijación de salarios mínimos que acrecientan desigualdades y mantienen en situaciones injustas a la gente. Ya decía Juan Pablo II que “es social todo pecado contra el bien común y contra sus exigencias”. Si alguien piensa que los salarios insuficientes para una vida digna están a favor del bien común, es fácil que algo le falle en su capacidad de pensar o al menos en su sentido de humanidad.
En repetidas ocasiones, Juan Pablo II dijo que el mundo actual está caracterizado por “una guerra de los poderosos contra los débiles”. Es evidente que esa guerra es letal en muchos aspectos, y por eso el papa Francisco ha dicho que una economía sin solidaridad “mata”. En otras palabras, llega a ser una economía asesina; en otras palabras, hay ciertos modos de organizar la economía que son pecaminosos o —si se quiere hablar en términos no religiosos— brutalmente contradictorios con la ética. Las estructuras de pecado, entre las cuales se encuentra en este momento la organización legal del salario mínimo, deben convertirse, dice la Iglesia, en “estructuras de solidaridad”. La solidaridad la define la Iglesia como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”. Es difícil pensar que quienes fijan un salario de escasos cien dólares estén preocupados por el bien común. Lamentablemente, hay demasiada gente que confunde el bien común con la situación actual, con el statu quo. Y ciertamente, quienes fijan esos salarios miserables no viven con cien dólares mensuales. En los conceptos más sencillos de justicia social, incluso de una economía liberal, se habla de establecer un índice de bienes primarios. Pero en El Salvador quienes fijan salarios tan bajos limitan salvajemente las aspiraciones de la mayoría de nuestra gente a tener un hogar decente, un mínimo de propiedad privada, y a acceder a bienes considerados básicos en educación, salud y pensiones. En algunos casos, se limita incluso la alimentación adecuada, si tenemos en cuenta los todavía elevados índices de desnutrición infantil. La solidaridad, decimos, es el único remedio contra la violencia fomentada por instituciones, normas o procederes injustos. Y al ver la diferencia de ingresos entre quienes dictaminan el salario mínimo y quienes lo ganan, no parece que la solidaridad brille demasiado.
La conciencia de solidaridad, si la tenemos, nos dice que todos los habitantes de un país están en deuda con la sociedad en la que están inmersos. Presumimos de las pupusas como comida salvadoreña típica, pero no nos sentimos en deuda con los campesinos que producen el maíz. Si nos sintiéramos en deuda con ellos, más allá de la palabrería hueca, no permitiríamos que estuvieran fuera del Seguro Social. Nos gusta el pan dulce para acompañar el café, pero no nos preocupa el salario mínimo de la corta estacional de caña, la zafra, que es de 109.20 dólares al mes. Sentirse en deuda con la sociedad exige buscar justicia social. Si no somos capaces de satisfacer las necesidades básicas de nuestra gente trabajadora, no merecemos que los salvadoreños sean, como lo han sido hasta ahora, buenos trabajadores. Cuando alguien no paga una deuda, acaba teniendo problemas. Y nos parece bien que los tenga. Porque las deudas hay que pagarlas. Pero no queremos pagar nuestra deuda con los trabajadores esforzados de nuestro pueblo, que necesitan educación de calidad para sus hijos, salud decente gratuita, pensión de ancianidad. Juan Pablo II repitió muchas veces que sobre todo capital pesa una hipoteca social; es decir, una deuda social. Pero son pocos los capitales que pagan honestamente esa deuda.
Demasiada gente de nuestros sectores pudientes no comprende la relación entre moral, ética y economía. Desde los inicios de la economía como ciencia ha habido personas señeras que se han preocupado por la relación entre la moral y la economía, empezando por el clásico Adam Smith. Querer separar la eficiencia económica del desarrollo solidario de un país no es solo una inmoralidad, sino también el fruto de un egoísmo ciego e irresponsable. Porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en la persona. Las ciencias, en general, y la economía, aún con mayor razón por su influencia en la vida social, están al servicio de la gente. Poner en situación de desamparo a las personas en favor de la economía de unos pocos no es más que un acto inhumano. Y eso es lo que hacen quienes fijan salarios mínimos que no pagan el esfuerzo laboral realizado, ni tienen una dimensión familiar, ni alcanzan para acceder a aquellos bienes que hoy se consideran necesarios para el desarrollo de las capacidades personales. Mezclar la fijación miserable de salarios mínimos con el consumismo y su feroz propaganda no es nada más que impulsar la ruptura de la cohesión social. Porque nada rompe con mayor eficacia dicha cohesión que la falta de solidaridad sumada a la siembra de expectativas irrealizables para muchos. En nuestros salarios mínimos la solidaridad no existe mientras la propaganda incita a un consumo irrealizable. Como bien ha dicho nuestro arzobispo, ello constituye un pecado social.