La pregunta que da título a esta reflexión es, por supuesto, de naturaleza retórica, toda vez que la respuesta es afirmativa y de antemano ya está dada. Nayib Bukele es, en efecto, un mandatario populista. Quizás, por tanto, es más importante esclarecer el presupuesto previo, a saber: ¿Qué significa ser un presidente populista? Y, de igual manera, ¿Por qué la categoría populismo se ha vuelto tan relevante y significativa para comprender una de las dinámicas dominantes de la política global en nuestros días?
Inicio por la segunda pregunta: los ensayos e investigaciones sobre el fenómeno del populismo se han multiplicado significativamente en los últimos años. Tal acontecimiento obedece a la necesidad de explicar las razones del regreso de un viejo fenómeno que irrumpe con fuerza en un nuevo contexto sociohistórico y con algunos nuevos rasgos definitorios en tanto fenómeno político. Pero también, a la honda preocupación que ocasiona el impacto negativo de este emergente suceso sobre la naturaleza y el funcionamiento de las instituciones que dan soporte organizativo y operativo a las democracias representativas contemporáneas.
Tan alarmante es el deterioro y la erosión de las democracias contemporáneas que incluso se habla cada vez con más naturalidad de su eventual muerte. Lo inesperado de la nueva amenaza a la democracia estriba en que el peligro no proviene de afuera como en el pasado cuando un quiebre democrático ocurría de forma súbita y ocasionado por actores autoritarios externos que con frecuencia se hacían valer de “golpes de Estado”. Hoy, en cambio, el populismo puede explicarse, entre otras hipótesis alternativas, como la llegada al poder por medios legítimos (ganando elecciones) de líderes demagógicos y eventualmente autoritarios que desde su posición de poder socavan y debilitan aún más con éxito las reglas democráticas y su respectivo diseño institucional de contrapesos.
Claramente este es el caso de liderazgos polémicos que en los cuatro últimos años han llegado al poder presidencial ganando legítimamente elecciones en nuestro continente (aunque no solo). Me refiero, obviamente, a los conocidos casos de Trump (EEUU), de Bolsonaro (Brasil), incluso de López Obrador (México) y, lo que aquí se afirma, de Bukele (El Salvador). Para sustentar esta afirmación propongo comparar el liderazgo y desempeño presidencial de Bukele (aunque con ajustes, esto sería igualmente válido para estos otros casos señalados) y lo que la literatura especializada de la ciencia política afirma que son los rasgos sustantivos del fenómeno populista.
Al respecto, algo que ineludiblemente hay que señalar es que diversos autores coinciden en aceptar que la categoría “populismo” no se puede definir a partir de contenidos específicos, sino que es más bien una noción que se articula ya sea a partir de una forma de “retórica” (donde predomina la lógica de la acción) o, en cambio, de una suerte de “ideología” (donde predomina la búsqueda de contenidos compartidos).
Ahora bien, para lo que nos interesa, como retórica o lógica de acción política, el populismo ofrece rasgos como los siguientes: 1) en tanto lógica de acción política, el populismo tiene el claro propósito de hacerse con la “hegemonía”; 2) responde a momentos de brusco cambio social frente a los que se reacciona ocasionando la distorsión del sistema de mediaciones políticas; 3) esa reacción adopta un estilo comunicativo impregnado de negatividad, indignación y cuasi tragedia; 4) a partir de ello se clama por evitar la “pérdida de la comunidad” al mismo tiempo que se procura la restauración del orden; 5) emerge, por tanto, la apelación al pueblo que se entiende como un todo homogéneo amenazado por fuerzas extrañas; 6) el “pueblo”, por supuesto, necesita un antagonista.
Así, el populismo se articula a partir de una polarización pueblo-elites y otras formas retóricas de antagonismo similares, en donde una parte adopta un elevado valor moral y la otra es denigrada y culpabilizada; 7) en este punto es donde el populismo reniega de la visión pluralista de la sociedad perteneciente al liberalismo, pues de lo que se trata es de activar y movilizar a la sociedad como un todo homogéneo contra el adversario elegido; 8) la apelación al pueblo se envuelve en emocionalidad (rabia y furia, además de indignación o resentimiento); 9) el discurso populista es, evidentemente, profundamente simplificador pero efectivo para movilizar; 10) la emocionalidad y simplificación del discurso no se corresponde con la realidad pero eso poco importa. Lo que ahora llamamos posverdad o realidades “alternativas” se articula como el medio ideal de la lucha política.
En resumen, las democracias han demostrado ser impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, pero perversa, irresponsable y, por ende, peligrosa de los problemas complejos de la gestión política. Nayib Bukele ilustra muy bien la operativización de esta lógica. Ganó la elección de forma contundente dentro de un contexto de deterioro y desprestigio del funcionamiento del sistema de partidos tradicionales en el país. Al respecto, su discurso fue simplista y bipolar; por un lado, él, su juventud y su autoproclamada honestidad versus los viejos, desgastados y corruptos partidos políticos. Ganó a pesar de tener los medios de comunicación tradicionales en contra (no sólo la prensa, sino también la televisión), con una efectiva utilización de las redes sociales. Sus índices de popularidad han sido y continúan siendo envidiables a pesar de lo claramente polémico de su gestión. De hecho, el principal rasgo de la gestión de Bukele (más allá de otras acusaciones como el nepotismo y las sospechas de tráfico de influencias o con el contradictorio y poco eficaz manejo de la pandemia Covid-19) ha sido acaso sus reiterados desplantes y desafíos al sistema de pesos y contrapesos que caracterizan a una autentica democracia. Desafíos que han colocado a Bukele, más que como un joven líder demócrata, como un representante de la nueva generación de líderes autoritarios latinoamericanos. Profundizar en esta afirmación ameritaría una futura nueva entrega.
* Ángel Sermeño Quezada, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 11.