Muchos estadounidenses, buenas personas y con valores de innegable mérito, siguen creyendo que el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón fue necesario, un acto moralmente válido. Otros pensamos que fue un crimen de lesa humanidad nunca juzgado simple y sencillamente por haber sido cometido por el país que ganó la guerra. Hace dos semanas se dio la primera visita de un presidente norteamericano a la ciudad de Hiroshima. Hemos visto la foto de un japonés abrazando al mandatario norteamericano. Y es que, en general, las víctimas suelen ser siempre más generosas que los victimarios. No hay otra manera de entender el agradecimiento japonés a la visita de Barack Obama. Algunos medios de comunicación han resaltado el contraste entre el gesto de humildad y penitencia del que en 1970 era canciller alemán, Willy Brandt, y la visita del presidente estadounidense.
Willy Brandt se unió a la oposición a Hitler desde muy temprano y continuó en ella desde el exilio forzado. Décadas después, en Varsovia, se arrodilló ante el monumento en recuerdo de los judíos masacrados por los nazis en el gueto de la ciudad polaca. Su gesto adquirió en su momento incluso un nombre propio en la prensa: “La genuflexión de Varsovia”. Obama no pidió perdón, aunque abrazó efusivamente a uno de los supervivientes de la masacre en Hiroshima. Un paso importante, aunque insuficiente, para un país, Estados Unidos, en el que todavía demasiados ciudadanos piensan que el lanzamiento de la bomba atómica fue necesario para adelantar el fin de la guerra y salvar vidas norteamericanas. Creencia que contrasta con las declaraciones de connotados militares norteamericanos de la época, que en su momento afirmaron que la bomba no era indispensable para finalizar la guerra.
Para ilustrar lo anterior, basta recordar las palabras del general y posteriormente presidente Eisenhower, y las del almirante Chester Nimitz, jefe de la flota. Ambos dijeron que la bomba atómica no fue necesaria ni incidió en el final de la guerra o la salvación de vidas norteamericanas. En definitiva, la decisión de tirar las dos bombas atómicas solo puede entenderse como una decisión del poder. La ebriedad imperial de quererse sentir el país más poderoso del mundo comenzó la loca carrera nuclear que durante tantos años mantuvo a la humanidad aterrorizada y que todavía hoy, aunque con menos intensidad, es un peligro para todos.
Entre nosotros, algunos de los que hoy representan a las instituciones que en el pasado dieron cabida y protección a los victimarios van llegando a la actitud de Obama, pero no a la de Willy Brandt. La mayoría de los victimarios y de quienes les dieron cobijo y protección desde el Estado se oponen radicalmente tanto a pedir perdón como a tener gestos de acercamiento a las víctimas. Hay una especie de soberbia de la vida en quien se considera vencedor, que se manifiesta de continuo. “Yo luché por El Salvador”, “Yo defendía la patria”, “Yo no sabía”, “Yo soy inocente mientras no se me pruebe lo contrario en un tribunal”, “La amnistía hay que mantenerla porque evitó otra guerra civil” son, entre otras, algunas de las frases preferidas de aquellos que no quieren ni siquiera acercarse a las víctimas, mucho menos pedir perdón. Es difícil entender esta resistencia del victimario sabiendo que la capacidad de pedir perdón es una de las cualidades que más honran al ser humano. Y sabiendo además que la mayoría de las víctimas no piden castigos, sino verdad y reconocimiento. Ese reconocimiento que recupera la capacidad de crecer en humanidad y que se realiza con excelencia en pedir perdón y en darlo.
Hoy no faltan los que impulsan el olvido de los crímenes del pasado porque los del presente nos estremecen y preocupan. No se dan cuenta de que el recuerdo de los crímenes del pasado, asumido desde el reconocimiento y el nunca más, es una de las mejores maneras de crear cultura de paz. Nuevas formas de mano dura van sustituyendo el discurso de la prevención del delito. Incluso la Corte Suprema de Justicia hace esfuerzos cómplices con lo que fue una farsa de juicio, tratando de consagrar definitivamente el perdón y olvido. Las temáticas relativas a desigualdad, injusticia social, exclusión, impunidad, idolatría del dinero, individualismo consumista y salarios vergonzosos de hambre no se tocan al hablar del crimen, a pesar de su innegable relación con el mismo. Solo las Iglesias continúan insistiendo en estos temas y en la necesidad de prevenir, con esa fe profunda del cristiano que sabe que mantenerse en actitud de paz y justicia siempre da más frutos en el largo plazo que la violencia y la mano dura.
El Salvador, en especial sus liderazgos político y social, lleva demasiados años confiando en vencer la violencia con violencia. Se reflexiona muy poco sobre la larga historia de violencia estructural que se muestra en la injusticia socioeconómica existente y en muchas de nuestras leyes, instituciones y formas de ejercer el poder político. En su carta pastoral, nuestro arzobispo presenta un largo recorrido histórico, desde los inicios de la época colonial, en el que la violencia ha sido un patrón en buena parte de los liderazgos. Crear cultura de paz pasa siempre por el cambio social y la eliminación de injusticias. No se puede defender la vida con salarios de hambre, con trabajos escasamente remunerados. Ni se puede lograr la paz a través de la violencia. Repensar el país es necesario. Es indispensable comprometerse con grandes acuerdos que tengan como base un proyecto de realización común que busque activamente superar las injusticias existentes y devolver a las víctimas su dignidad. Un proceso que se debe dar con metas, evaluaciones y crítica, con avances permanentes hacia la justicia social y la mejora de las instituciones.