Con el agua estamos en deuda. Fuente de salud y vida, pero también causa de destrucción y muerte en ocasiones, no hemos sabido aprovecharla ni pensarla de cara a nuestro futuro. No hemos querido suscribir el Acuerdo de Escazú ni tenemos una política del agua que garantice un futuro digno para todos. Hay mucha gente que carece de acceso adecuado al agua y personas en riesgo ante lluvias intensas y temporales. Colonias de clase media que se asientan sobre importantes acuíferos acaban convirtiéndose en los usuarios exclusivos del recurso. A la vez, el agua es comercializada por las empresas constructoras y restringida para quienes viven al otro lado de las plumas que vigilan la entrada a las colonias. La construcción masiva de viviendas en Valle El Ángel es un buen ejemplo de la depredación empresarial de un bien que debe ser de uso común, no privado. Defendiendo el acceso al agua potable y segura como un “derecho humano básico, fundamental y universal”, el papa Francisco denunciaba la tendencia a privatizarla. Pero en nuestro país, la tendencia permanece. E incluso el agua de todos se ve amenazada por una peligrosa y amplia contaminación si no se revoca la ley de minería y se instala alguna de esas empresas mineras depredadoras del medioambiente.
En contraste con nuestra situación, esta semana, del 24 al 30 de agosto, se celebra la Semana Mundial del Agua. Para América Latina, el tema es importante. En nuestro subcontinente encontramos un tercio del agua superficial del mundo. Sin embargo, la relación con el agua no es la ideal. Entre 2000 y 2019, más de 150 millones de personas latinoamericanas fueron afectadas por desastres vinculados al agua o a su carencia, sean inundaciones, sequías o tormentas. También entre el norte de México y el sur de Chile y Argentina, 160 millones de personas viven en zonas urbanas expuestas a inundaciones. Una investigación de la Universidad de Columbia, Estados Unidos, financiada por la Fundación Rockefeller, analizó la situación de 188 países con respecto a las amenazas del cambio climático: 65 están en riesgo extremo; 30 de ellos están en América Latina. El Salvador forma parte de esa lista, entre los siete de mayor riesgo.
El estudio cruza dos elementos que resaltan la vulnerabilidad: por un lado, la ubicación geográfica y la organización social; y por otro, las dificultades de obtener crédito para recuperarse del desastre. Por nuestra ubicación geográfica, por la falta de preparación preventiva del desastre y por la dificultad para adquirir préstamos dada nuestra elevada deuda, nos encontramos entre los siete países latinoamericanos más vulnerables ante desastres climáticos. De poco sirve consolarnos diciendo que estamos mejor que Haití, Venezuela, Guatemala u Honduras. Tomar en serio la prevención es necesario. Ver, desde hace más de 40 años, las montañas peladas en las inmediaciones de Apopa, sin que hasta el presente se haya hecho un esfuerzo serio por reforestarlas, es todo un síntoma del abandono y la inercia en la que nos movemos en la prevención medioambiental.
El agua, como el aire, es un bien común y un derecho humano básico. La escasez de agua o su encarecimiento comercial es un atentado contra la vida humana. Por eso, el acceso al agua sana es un derecho inalienable que toda persona puede reclamar. En un país con lluvia más que suficiente para el consumo y el riego, el agua solamente se convierte en problema porque no se la ha cuidado ni se ha trabajado por un acceso amplio y saludable a ella. Y si se convierte en problema destructivo en algunos momentos del año, es también por lo mismo. Hemos sido lentos y remisos para planificar lugares de asentamiento humano, no hemos cuidado los cauces de nuestros ríos ni construido bordos adecuados. El papa Francisco decía en su encíclica sobre el medioambiente que “este mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua potable, porque eso es negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable”. Prevenir los efectos del deterioro del agua y el medioambiente es defender los derechos de muchos. Perseguir o encarcelar a quienes defienden el agua o el medioambiente es y será siempre una pésima decisión.