La permanente denuncia al pecado estructural

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Mauricio Maravilla
20/01/2022

La historia de la Iglesia católica salvadoreña es la historia de una Iglesia Martirial. La llegada de monseñor Óscar Arnulfo Romero a los altares, para ser oficialmente San Romero, es un reconocimiento a esa historia, pero también el reconocimiento a un estilo de pastoral cercana al pueblo, cercana a las necesidades de las mayorías populares, como diría el padre Ignacio Ellacuría.

Bastante se ha dicho, y se seguirá diciendo, sobre el papel de los cristianos en la política. Para Romero la cosa está clara: la Iglesia siempre tiene una influencia en el mundo de la política, ya sea que actúe o se quede de brazos cruzados. ´Por tanto, es mejor que la Iglesia asuma un rol protagónico, desde una opción preferencial por los pobres y con fidelidad al Evangelio. Para comprender mejor este rol sirve revisar el discurso que nuestro santo diera en Bélgica al recibir el Doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad de Lovaina y que él tituló La dimensión política de la fe desde la opción preferencial por los pobres.

Con razón a Romero se le denomina profeta, porque sin duda es un ejemplo de voz valiente en momentos difíciles. Su mensaje se mantuvo siempre fiel al Evangelio, supo denunciar los pecados de su época, tanto a los militares en el poder como a las organizaciones político-populares de izquierda y a las élites económicas de aquel momento, anunció con insistencia un proyecto diferente, una sociedad según el corazón de Dios donde se pueda vivir como hermanos, sin atropellar a los demás y donde unos no gocen de privilegios a costa de la miseria de otros. Para Romero, la Iglesia es como un beduino que guía a una caravana por el desierto, aunque la caravana se distraiga con espejismos y engaños propios de la fatiga después de caminar tanto y en medio del calor, la Iglesia tiene que seguir señalando el camino correcto, aunque eso signifique el desprecio de los poderosos y, en no  pocas ocasiones, la incomprensión del mismo pueblo al que está llamada a acompañar y servir.

La beatificación de Rutilio Grande, Nelson Rutilio Lemus, Manuel Solórzano y Fray Cosme Spessoto vuelve a poner el foco en ese estilo de pastoral comprometida con la defensa del pueblo de Dios, con un estilo de evangelización que el papa Francisco ha querido ejemplificar cuando dice que la Iglesia Universal necesita pastores con olor a oveja. Un modo de vida cristiano que se encarna en la realidad de los pueblos y anuncia desde ahí la Buena Noticia a la vez que denuncia los pecados reinantes, sobre todo el pecado estructural. En palabras de Romero “la Iglesia tiene que denunciar lo que se ha llamado con razón “pecado estructural”, es decir, aquellas estructuras sociales, económicas, culturales y políticas que marginan eficazmente a la mayoría de nuestro pueblo”.

Fray Cosme, franciscano como Francisco, es un ejemplo de esos pastores con olor a oveja. Su labor pastoral en la zona de los Nonualcos es recordada como ejemplo de servicio pastoral incondicional, con su Jeep Samaritano al servicio de cualquier necesidad y con su palabra valiente para denunciar las injusticias en su territorio, por supuesto, no sin haber pagado un precio por ello: la calumnia y luego la muerte martirial. El padre Rutilio Grande es el mártir de la evangelización rural en El Salvador, como ha escrito Rodolfo Cardenal, su principal biógrafo. En su libro Historia de una esperanza: vida de Rutilio Grande, Cardenal brinda detalles sobre el trabajo pastoral que se impulsó en la parroquia de Aguilares con la visión del padre Grande, una pastoral en la que “los laicos fueron preparados para utilizar la Biblia espontáneamente a raíz de su contacto con los acontecimientos de la vida diaria”, señalando además que “si bien el foco de la experiencia estuvo en la evangelización, sus consecuencias tuvieron repercusiones políticas importantes”.

La beatificación de dos laicos, Nelson Rutilio Lemus y Manuel Solórzano, acompañantes del padre Grande, es otro símbolo de esperanza, precisamente en tiempos en que la Iglesia demanda de mayor protagonismo de todos sus hijos, cada cual con su taburete tiene un puesto y una misión. La obra salvífica de Dios en la historia de un pueblo no es posible sin la participación y colaboración de ese pueblo, que debe ser cada vez más protagonista de sus propias transformaciones.

En su libro Una sociedad según el corazón de Dios, Álvaro Artiga sostiene que “la presencia de la Iglesia en los procesos de transformación social no pretende suplantar a las organizaciones sociales y políticas que también intervienen en ese proceso, su presencia es una contribución con un sentido crítico”. Para monseñor Romero la Iglesia debía cuidar su naturaleza de Iglesia y contribuir a la sociedad desde su labor pastoral, pero esto implica fuertes llamados de atención a quienes gobiernan, sobre todo cuando, con sus decisiones, los gobernantes siguen contribuyendo al mantenimiento del pecado estructural. En su segunda Carta Pastoral, monseñor Romero señala que “la Iglesia ha denunciado durante siglos el pecado; ciertamente ha denunciado el pecado del individuo, y también ha denunciado el pecado que pervierte las relaciones entre los hombres (…) pero ha vuelto a recordar lo que, desde sus comienzos, ha sido algo fundamental: el pecado social, es decir, la cristalización de los egoísmos individuales en estructuras permanentes que mantienen ese pecado y dejan sentir su poder sobre las grandes mayorías”.

La realidad actual de El Salvador sigue mostrando el mismo mal: el pecado estructural sigue presente. Por mucho que el gobierno de Nuevas Ideas quiera hacer ver que las cosas están cambiando. Lo único que se percibe ahora es una continuación de lo que Arena y el FMLN legaron, la continuación, pues, de políticas y estructuras que permitieron que la riqueza generada en nuestro país llenara los bolsillos de una élite económica egoísta que ahora le abre paso en sus jardines a una nueva familia, que utiliza la institucionalidad del Estado para propiciar millonarios negocios, mientras la realidad de la población sigue sin mostrar mejoras, sobre todo los aspectos económicos y sociales.

El pecado social y estructural sigue presente: miles de salvadoreños siguen siendo expulsados del país, otros miles siguen careciendo de servicios básicos y elementales, sin acceso a salud y educación de calidad, miles sobreviven con dificultad en su vejez por falta de políticas previsionales adecuadas, miles de niños y jóvenes sin matricularse en la escuela. Es cierto que las raíces de estos males son muy profundas y que un gobierno, por más esfuerzos que haga, no podrá corregirlos del todo, pero su erradicación se vuelve más improbable cuando se prefiere seguir manteniendo una estructura tributaria injusta, una burocracia estatal dada a la corrupción, sin rendición de cuentas, con discursos grandilocuentes pero con hechos contradictorios.

La Iglesia salvadoreña no puede quedarse callada ante tanta abominación, como diría Romero, aunque esto signifique ataques y calumnias, aunque haya que cargar con los costos, porque esto es lo que nos enseñan nuestro santo, Óscar Romero, y los nuevos beatos. Hacer lo contrario, es decir, callar ante el pecado estructural, sería imperdonable.

La beatificación de Rutilio, Nelson, Manuel y Fray Cosme es otra oportunidad para que la Iglesia se encuentre con su pueblo. Como se dijo con la canonización de monseñor Romero: más que un punto de llegada, este es un punto de partida. A partir de hoy podemos tener una vida pastoral inspirada por los nuevos beatos y nuestro santo. Eso seguro les hará mayor honor que poner sus fotografías en todas las parroquias y templos del país.

 

* Mauricio Maravilla, graduado de Ciencias Jurídicas por la Universidad de El Salvador y conductor del programa San Romero: La Iglesia y el país, de en Radio YSUCA. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 74.

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