Recientemente el Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias de la Red Mundial contra Crisis Alimentarias y reportes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) han alertado sobre el crecimiento de la inseguridad alimentaria en Centroamérica, con la posibilidad de experimentar hambrunas y problemas de malnutrición en diferentes zonas que componen el corredor seco, al cual está integrado El Salvador. Esto se debe a múltiples factores, de manera más inmediata, se visualizan los impactos que la pandemia de covid-19 ha causado sobre la economía, el cambio climático, la devaluación de capitales, la inflación, el encarecimiento de la energía y, por consiguiente, de la canasta básica, así como los problemas de logística en el transporte de mercancías y la interrupción de las cadenas de suministro. Pero también es producto del declive de nuestros sistemas alimentarios y la poca atención que le damos a resolver nuestros problemas de estancamiento en la agricultura.
Un informe publicado en el año de 2018 por la Superintendencia de Competencia alertaba fuertemente sobre la enorme dependencia de alimentos que El Salvador tiene de otros mercados como el guatemalteco, mexicano y estadounidense. De acuerdo al informe, el 93.2 % de las verduras que se consumen en el país son importadas, así como el 66 % de los granos básicos, el 62.3 % de los cereales, un 55 % de las frutas y el 46.3 % de la carne. El informe es claro en apuntar que el rezago en nuestro sector primario y la falta de innovación en las técnicas agrícolas son las principales causas de esta enorme dependencia para satisfacer la demanda nacional de alimentos.
No extraña que al otro extremo de esta deficitaria situación de la balanza comercial de alimentos se encuentre el inagotable fenómeno de la migración irregular y de las remesas como salvavida de la mayoría de familias salvadoreñas para hacerle frente al endurecimiento del costo de la vida. Las previsiones a futuro son más escalofriantes: la poco razonada política monetaria y fiscal en que se ha enrumbado el país, además de la incertidumbre financiera, nos dejan poco preparados para enfrentar de forma idónea el ciclo inflacionario que está experimentando la economía mundial y la región en concreto. Esta situación podría agravar los problemas de consumo de la población y por tanto agudizar los problemas sociales que el aumento de la pobreza conlleva.
La expresión más severa de esta coyuntura para la estructura económica es la crisis energética que ya está golpeando a nivel global. En ese sentido, el aumento de los precios de la energía y de los combustibles fósiles es alarmante por sus efectos en los demás sectores de la economía, incluyendo, desde luego, la agricultura. No solo se trata de que el mayor consumo de combustibles fósiles aumenta los gases de efecto invernadero que, a su vez, aceleran el cambio climático, sino que, desde su producción por medio de fertilizantes hasta sus procesos de distribución en los mercados, nuestro sistema alimentario implica un alto consumo de combustibles fósiles que encarece el precio de los mismos. Con mucha razón los economistas advierten que si los precios de la energía continúan al alza, aumentará el precio de la canasta básica en momentos en que el panorama financiero se plantea más incierto. Frente a esta realidad se deben tomar los primeros pasos encaminados a lidiar con una crisis que puede asustar a cualquiera. Basta recordar que, según los registros históricos, las hambrunas y las crisis económicas han sido, en parte, dinamizadoras de estallidos sociales. La posibilidad de la repetición de un fenómeno como ese no está lejano si consideramos que, de acuerdo con proyecciones del Banco Mundial, para el 2050, casi toda la población habrá migrado hacia ciudades o urbes más grandes. Con ello, la presión para garantizar la seguridad alimentaria será aún mayor.
En El Salvador, por años se ha hablado de la necesidad imperiosa de reactivar la agricultura para ponerla en sintonía con la necesidad real que enfrenta el país para abastecer sus mercados alimenticios, pero los constantes llamados han caído en oídos sordos. En el país se ha priorizado la importación de bienes de capital para el sector terciario y no para el primario, que cada vez más pierde peso en la composición del PIB. Ante esto surge la pregunta: en la siguiente década ¿Cómo se piensa alimentar a la población mayoritariamente urbana de El Salvador, sobre todo a partir de la acelerada degradación ecológica que sufre el país?
Ante este contexto, es necesario juntar esfuerzos y pensar como una especie que enfrenta una amenaza común, buscando las alternativas para resolver la problemática alimenticia que atravesamos. Es urgente transformar las prácticas de interacción con el medio ambiente y los patrones de consumo a los que estamos acostumbrados para asegurar la supervivencia. La necesidad de ser más eficientes y sabios en el uso de los recursos también es primordial para esta agenda de desarrollo sostenible.
Como país, una de las áreas prioritarias que debemos asumir es la tecnificación del agro. A partir de esta tecnificación se le podría dar apertura a ciertos tipos de agricultura como la urbana, periurbana, vertical, hidropónica y la que se desarrolla en entornos controlados. Es decir, la implementación de una agricultura que también pueda ser consistente con la revolución tecnológica que está transformando al mundo en la actualidad. Desde la crisis financiera de los años 2008 y 2009 y las tragedias humanitarias que le han acompañado, se ha acentuado con mayor fuerza la apuesta de los países más desarrollados por los tipos de agricultura anteriormente mencionados como paliativo para la inseguridad alimentaria que cada vez se yergue de manera más amenazante.
Aunque constitucionalmente debería ser una prioridad del Estado garantizar esta seguridad alimentaria, actualmente es muy poco lo que se está haciendo al respecto a nivel gubernamental, por eso la sociedad civil debe salir al frente y buscar algunas soluciones. En este terreno juegan un papel trascendental las universidades, que se enfrentan al reto de rediseñar los sistemas alimentarios del país para hacerlos más accesibles a las condiciones de la población en el futuro próximo. La construcción de plantas pilotos de agricultura vertical e interior en los recintos universitarios podría ser útil para transferir el conocimiento a las nuevas generaciones que vivirán en el país. De esta manera, las diferentes especialidades de las ingenierías se podrían unir junto a las ciencias sociales y las humanidades para diseñar proyectos innovadores de producción de alimentos básicos desde espacios locales y para cubrir el mercado nacional. Esta apuesta podría ahorrarnos sensiblemente los costos de importación de alimentos. La agricultura urbana y periurbana de interiores, hidropónica y en ambientes controlados es una apuesta fundamental en la agenda de transformación que necesita este país para alcanzar lo que Ignacio Ellacuría llamó historicidad de los hechos salvíficos.
* Gabriel Escolán Romero, asesor de la Oficina de Asistencia Legal. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 79.