La confianza en la política, en los partidos y en las instituciones asociadas a la democracia es, por lo general, muy baja en sociedades como la nuestra. En la más reciente encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA (IUDOP), se obtuvieron los siguientes resultados al indagar sobre el grado de confianza de la población en diversas instituciones y actores de la vida nacional: la Iglesia Católica es la institución que genera mayor confianza (38.9%), seguida de las Iglesias evangélicas (37.1%) y la Fuerza Armada (36.3%). En un segundo grupo de instituciones con niveles intermedios de confianza se encuentran los medios de comunicación (26.2%), las alcaldías (25.4%) y el Gobierno (19%). En los últimos lugares figuran la Corte Suprema de Justicia (7.7%), la Asamblea Legislativa (6.3%) y los partidos políticos (4.5%).
Una de las razones que explican la crisis de confianza en los partidos políticos es la ruptura que existe entre los problemas que la ciudadanía reclama resolver (pobreza, inequidad, violencia, alto costo de la vida, etc.) y el tipo de respuesta —o, peor aún, la falta de ella— por parte de los políticos. Tan grave es esta crisis que a una buena parte de la población no le importaría tener un gobierno no democrático si este resolviera los problemas de inseguridad pública y la crisis económica. Eso explica en buena medida varias actitudes ciudadanas entorno a la política: porcentajes relativamente altos de abstención, rechazo a los políticos tradicionales, concebir la política como algo "sucio" y negarse a tener alguna relación directa con esa esfera.
Sin embargo, es indiscutible que la política incide de una u otra forma en nuestra vida; la problemática social no puede resolverse sin políticas públicas que generen cambios estructurales y posibiliten mayor respeto a los derechos humanos. Y esa tarea no debe dejarse solo a las élites políticas que suelen poner sus intereses partidarios por encima de los intereses colectivos. La cosa pública hay que orientarla hacia la consecución del beneficio colectivo, y en ese propósito la participación ciudadana es fundamental. En otras palabras, la consecución del bien común y la erradicación del mal común dependen, en gran medida, de la participación ciudadana en la recta política, esto es, en la política que busca el bien común como condición de posibilidad para garantizar el bien de cada uno. Sin participación ciudadana, la clásica definición de la democracia como "gobierno del pueblo" constituye una expresión vacía. Y es preciso agregar que la existencia de la democracia no puede reducirse al ejercicio del derecho al voto, por mucho que este sea uno de sus requisitos indispensables. Ahora bien, hacer efectivo el poder social de los ciudadanos implica formar ciudadanía crítica, creativa, cuidadora y organizada.
La democracia necesita ciudadanos y ciudadanas dispuestos a juzgar a las instituciones y sus prácticas, y a considerarlas buenas solamente si favorecen el desarrollo humano de las personas y de la sociedad considerada como un todo. Es preciso crear una cultura democrática crítica frente al acriticismo del modelo neoliberal consumista. La necesidad de una actitud crítica viene dada también porque hay desconocimiento de las realidades más profundas, a pesar de que se dice que vivimos en la sociedad del conocimiento y la información. De ahí que la ciudadanía debe exigir estar bien informada y contar con criterios para escrutar la propia realidad.
Por otra parte, hay que ser creativos para poner límites a las desviaciones y perversiones del poder y para cultivar relaciones de poder participativo, solidario y ético: participación ciudadana en la elaboración de presupuestos municipales, en el seguimiento a la actividad de la Asamblea Legislativa, en la defensa del medio ambiente, en la defensa del consumidor, en la democratización de los partidos políticos, etc. Poner a producir la creatividad a favor de la justicia es uno de los principales desafíos que tenemos los ciudadanos y ciudadanas, y en esta tarea nadie debería quedarse al margen. La lucha por el bien común no debe estar solamente en manos del Estado, sino que debe ser asumida también desde las iniciativas sociales y ciudadanas.
Debemos ser cuidadores de los comportamientos políticos que tienen que ver con el respeto al bien común. Por ejemplo, el ejercicio del poder-servicio como instrumento de las transformaciones sociales, el control social de las instancias públicas, la regulación del interés privado en lo que este tiene de amenaza para el interés general, la generación de espacios para los movimientos sociales en pro de la justicia global (justicia social, justicia ecológica, justicia restaurativa).
Finalmente, es necesario que las personas se sientan responsables de los problemas comunes de la sociedad, trascendiendo sus intereses particulares. La complejidad de los problemas actuales hace que no puedan resolverse con una política centralizada y vertical. Se trata, entonces, de recuperar los vínculos sociales entre las personas concretas que posibiliten el aprendizaje de la solidaridad y vivir la cultura democrática (o democracia de la cotidianidad). En suma, la necesidad de que haya ciudadanía plena responde a uno de elementos básicos de la democracia radical, esto es, que "política" no es solo —ni es siempre— lo que hacen los políticos, sino lo que hacen las ciudadanas y ciudadanos y sus organizaciones cuando se ocupan de que la cosa pública sea lo que debe ser: lugar de justicia, equidad e integridad ética.