Hace unos días conocimos la noticia de que el papa Francisco abrió el camino para que las mujeres puedan ejercer como diaconisas en la Iglesia católica. El tema se planteó en una reunión del pontífice con las lideresas de congregaciones religiosas femeninas de todo el mundo. Durante el encuentro, le preguntaron al papa por qué la Iglesia excluye a las mujeres de servir como diáconos. Las religiosas explicaron que las mujeres servían como diaconisas en la Iglesia primitiva y le preguntaron: “¿Por qué no constituir una comisión oficial que pueda estudiar la cuestión?”. Francisco respondió: “Creo que sí. Sería por el bien de la Iglesia clarificar este punto […] Acepto”. La contestación inmediata del papa se ha interpretado como un claro interés por verificar y actualizar esa forma de servicio constatada en la primitiva Iglesia, y que puede garantizar la presencia de la mujer en los ministerios eclesiales de los que ha sido excluida.
Como se sabe, en la Iglesia de los primeros siglos, las mujeres estaban incluidas en una serie de funciones dentro de las comunidades. Tenían presencia activa como apóstoles, predicadoras, consejeras, profetisas y, por supuesto, diaconisas. Por eso se habla de reimplantar el diaconado. Texto emblemático en este sentido es el capítulo 16 de la carta del apóstol Pablo a los Romanos, (considerada la más significativa de sus epístolas, pues en ella se plasma una especie de testamento teológico del apóstol). En los saludos finales, Pablo expresa reconocimiento y gratitud a los hombres y mujeres que han trabajado en la formación y desarrollo de las comunidades. Diez de las personas relevantes que ahí se mencionan son mujeres. Recordemos sus nombres y lo que se dice o se interpreta de ellas a partir del texto:
Les recomiendo a nuestra hermana Febe, diaconisa de la Iglesia de Cencreas, para que la reciban, en atención al Señor, como merece una persona consagrada, ayudándola en todo lo que necesite de ustedes. Ella ha protegido a muchos, empezando por mí. Saludos a Prisca [junto con su esposo Aquila], mis colegas en la obra de Cristo Jesús, que por salvarme la vida se jugaron la suya; no solo yo les estoy agradecido, sino toda la Iglesia de los paganos. Saludos a la comunidad que se reúne en su casa […] Saludos a María [miembro de la comunidad y que se afanó diligentemente en la obra del Señor], ha trabajado mucho para la Iglesia de Roma. Saludos a Junia [esposa de Andrónico] que sobresale entre los apóstoles y que llegó a Cristo antes que yo. […]. Saludos a Trifena, Trifosa y Pérsida [creyentes muy conocidas por su trabajo arduo]. Saludos a la madre de Rufo [a la que también Pablo consideraba como una madre por sus cuidados recibidos]. Saludos a Julia [esposa de Filólogo] y a Olimpas [hermana de Nereo], consagradas a su comunidad y al Señor.
Este texto, entre otros, nos hace ver que —como han constatado diferentes estudios exegéticos— hubo mujeres entre los misioneros y dirigentes más considerados del movimiento protocristiano. Fueron apóstoles y dirigentes como Pablo, y algunas fueron colaboradoras, predicadoras y competidoras en la lucha por el Evangelio. Como se dice en la carta a los Romanos, fundaron iglesias domésticas y, como personas respetadas, emplearon su influjo para apoyar a otros hombres y mujeres que propagaron la misión cristiana.
Ahora bien, frente a estos diferentes servicios y vocaciones, surge la pregunta por el tipo de figura ministerial que representan. Este es el estudio que se ha sugerido al papa hacer, no tanto porque se crea que puedan estar en conflicto con la tradición cristiana, sino, sobre todo, para darles actualidad y vigencia. En este punto hay que tomar muy en cuenta lo que dicen los especialistas del Nuevo Testamento respecto al nombre que se daba a los ministerios eclesiales. Se afirma que al referirse a las funciones dentro de la Iglesia se evitan términos (“rey”, “maestro”, “sacerdote”, “jefe”) que puedan significar una relación de poder que la comunidad cristiana no quería incorporar a su vida. En su lugar, se acude a un término general diferente al que se usaba en el mundo del poder político o religioso. Es un término que no suscita ninguna clase de asociación con autoridad, poder o dignidad. Se habla de “diaconía”, inspirada en los hechos y palabras de Jesús: “Si alguno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”.
Desde luego, la práctica contracultural de Jesús de integrar a las mujeres, en el mismo plano y con los mismos derechos que los hombres, explica el desempeño preponderante que tuvieron en el primitivo movimiento judeo-cristiano del que dan cuenta las fuentes neotestamentarias. En su origen, el cristianismo escandalizó a la sociedad por su apertura respecto a la mujer. En la actualidad, el catolicismo oficial escandaliza por su cerrazón. Pero esto está cambiando. El papa Francisco, en sus declaraciones sobre la participación de la mujer en la Iglesia, ha articulado un enfoque más acorde con la tradición de la Iglesia primitiva. Declaró: “La Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que esta desempeña”; “la mujer es imprescindible para la Iglesia”; “afrontamos hoy el desafío de reflexionar sobre el puesto específico de la mujer, incluso allí donde se ejercita la autoridad de la Iglesia”. Sus palabras manifiestan una mayor comprensión del imperativo que encierra la proclama de san Pablo: “En Cristo Jesús ya no hay varón ni mujer”.