El discurso del FMLN contiene una interpretación peregrina de las dificultades institucionales experimentadas por su Gobierno; en particular, las causadas por las sentencias de la Sala de lo Constitucional. Para el FMLN, esas sentencias serían el origen de todos sus problemas. Según esa interpretación, que el presidente expuso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, todo obedecería a una conspiración de la derecha para arrebatarle el poder, tal como lo hizo en Brasil y pretende hacerlo en Venezuela. La explicación es absurda, porque pasa por alto la diferente realidad de los tres países. Más bien, refleja la desesperación de un Gobierno atrapado en su propia maraña política y con cierta debilidad por la teoría conspirativa, resabio de las épocas de clandestinidad guerrillera.
Únicamente en el caso de Brasil se puede hablar de una conspiración de la derecha y solo hasta cierto punto, porque el Gobierno de Rousseff favoreció su desarrollo con su ineptitud y exceso de confianza. La presidenta no observó el techo del déficit público, impuesto por la legislación, y maquilló las cuentas nacionales para disimularlo. Tampoco escuchó a sus asesores, que le advirtieron que arriesgaba demasiado. Además, el principal beneficiario de su destitución resulta ser su antiguo aliado político, el vicepresidente ahora presidente, sin quien difícilmente hubiera ganado la elección presidencial. Uno de los cabecillas de la destitución de Rousseff también ha perdido su cargo, acusado de corrupción. Más aún, no sería extraño que incluso el presidente actual sea depuesto por el mismo delito. Todos ellos están vinculados al escándalo de corrupción de la principal empresa estatal, dedicada a la explotación del petróleo. Una clica de corruptos, tal como gusta decir nuestro Fiscal General de la República.
La situación de Venezuela es diferente a la de Brasil y El Salvador, aunque los tres países tienen en común una rampante corrupción institucional. Pero hasta ahí las coincidencias, porque en Brasil caen grandes empresarios, altos cargos públicos y figuras políticas. Eso no ocurre en Venezuela ni en El Salvador. El experimento socialista bolivariano fue viable mientras la explotación del petróleo venezolano fue rentable. La drástica caída del precio internacional, la mala administración y la dilapidación de la principal riqueza nacional socavaron el fundamento del socialismo. En un esfuerzo desesperado, el Gobierno venezolano reemplazó a los agentes de la actividad económica con funcionarios y generales, y la situación, en lugar de mejorar, ha empeorado y empeorará más. Sin fundamento económico y cada vez con menos respaldo popular, la cúpula gobernante se aferra al poder para no ir a parar a la cárcel.
En cualquier caso, el fracaso de las izquierdas latinoamericanas es evidente. Pero quizás no por conspiración de la derecha, sino porque su modelo ha colapsado. No solo el llamado socialismo real colapsó, sino que también lo ha hecho el modelo socialdemócrata. El comunismo hizo implosión víctima de su propia inconsistencia. Su fracaso muestra que cuando el Estado reemplaza a los otros agentes sociales y económicos —aun cuando lo haga con la mejor buena intención, pues piensa que los objetivos de estos agentes son interesados y que solo él vela por el bien común—, generaliza la ineficiencia y empeora la situación, que se vuelve más invivible que aquella que pretendía revertir. Los partidos socialdemócratas —que consiguieron una simbiosis entre el trabajo y el capital, e institucionalizaron una cierta cohesión social, logros muy apreciables— han sucumbido al consumismo y a la corrupción. En la actualidad, se limitan a proponer y a gestionar algunas medidas compensatorias, nada desdeñables por cierto, dada la pobreza y la desigualdad predominantes; pero no se atreven, ni saben cómo, erradicar el origen de esos males sociales.
Cabe, pues, preguntarse si el fracaso de las izquierdas no se debe a que hace tiempo perdieron la capacidad para imaginar alternativas, para desearlas, para proponerlas convincentemente e impulsarlas concienzudamente. La facilidad con la que se han acomodado al orden establecido, cuyas ventajas disfrutan sin escrúpulo, tal como lo hacen los políticos de la derecha, muestra con claridad que han perdido esa capacidad. Desde esa posición, es imposible imaginar alternativas e impulsarlas, porque pondrían en peligro su vida regalada en el orden establecido por la derecha. En la práctica, no desde la teoría y el discurso retórico, es difícil distinguir al político de izquierdas del de derecha. La aceptación de ese orden, o la resignación ante lo aparentemente inexorable, aun cuando experimenten su injusticia e incluso les duela sinceramente, ha hecho de las izquierdas la izquierda de la extrema derecha. Ni siquiera llegan al centro.