La movilización ciudadana contra una ley que posibilite la privatización de la gestión del agua no es una ocurrencia reciente, ni un capricho, ni una cortina de humo, ni fruto de algún tipo de confusión o malinterpretación. Su gestación inició hace años y ahora se hace presente con cada vez más fuerza y decisión en la coyuntura nacional. La hicieron posible quienes se han negado a reconocer en la Constitución el derecho humano al agua y han bloqueado sistemáticamente la Ley General del Agua. La pusieron en marcha los que a toda costa quieren que el poder de decisión sobre el agua del país esté en manos privadas.
Por el momento, la discusión ya no está en el terreno de los conceptos, las diferencias no son de discurso, porque la derecha ahora se ha apropiado de muchos términos que antes rechazaba. Hoy aseguran que no quieren privatizar el agua, porque, dicen, el agua es un derecho humano. Si es así, ¿por qué nunca dieron sus votos para reconocerla como tal en la Constitución de la República? Estamos, pues, ante un uso del lenguaje como estrategia de manipulación. Tanto Arena como la ANEP afirman que no quieren privatizar el agua. Para decir eso, se amparan en la misma Constitución y en una sentencia de la Sala de lo Constitucional. También podrían citar varios convenios internacionales de los cuales El Salvador es signatario y que obligan a reconocer el vital líquido como derecho humano.
Pero si no la quieren privatizar, ¿qué los llevó a presentar la propuesta de ley que ha sido impuesta en la Asamblea Legislativa? Si de verdad no lo harán, ¿por qué tanto empeño en que los sectores a los que representan tengan el control del ente rector del agua? Resulta difícil creerle a la derecha política y empresarial después de sus mayúsculas mentiras. Hablaron de bimonetarismo y terminaron imponiendo una dolarización. Dijeron que la medida generaría mayor crecimiento económico, pero el país sigue empantanado. Dijeron que convertiría a El Salvador en un centro financiero internacional con capacidad de competir con Panamá, pero nunca hemos salido de la periferia de la banca transnacional.
Cuando se privatizó el sistema de pensiones, la propaganda machacó con que el cambio supondría la mejora y estabilidad de las pensiones. Y ello resultó tan falso como la promesa con la que se hizo la reciente reforma: se subió la cotización de los trabajadores con la oferta de un mejor retiro; ahora las pensiones son menores. Cuando el gremio médico realizó las marchas blancas contra la privatización del ISSS, el Gobierno de aquel entonces negó enfáticamente que tuviera intención de hacerlo, pese a que el proyecto ya estaba en marcha. Resulta difícil creerles cuando mienten con tanta profusión e incumplen cada una de sus promesas de beneficiar a la población.
Ahora, lo que está en juego es el poder de decisión sobre el recurso hídrico. Ciertamente, según las leyes, el agua en sí no puede ser privatizada. Pero lo que se quiere privatizar es su administración, y ello abriría las puertas a que los intereses de unos pocos estén por encima de los derechos de la mayoría. El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define privatizar como “transferir una empresa o una actividad pública al sector privado”. Eso es lo que sucedería si la empresa privada acapara el poder de decisión en el ente rector. Decir que no se privatizará el agua pero permitir que privados decidan su destino es una contradicción; una contradicción que nace de un claro afán de rapiña.