En el país existe una clara cultura de corrupción. Sobornos, arreglos bajo la mesa, sobres cerrados con complementos salariales no adecuadamente registrados, uso de abultadas cuentas secretas en el Estado, instituciones estatales (formales o informales) que no aparecen en el presupuesto de la nación, arreglos ilícitos entre empresarios y funcionarios gubernamentales, evasión y elusión de impuestos, mentira administrativa, infiltración del narcotráfico son muestras de un panorama triste y crítico. Ciertamente, se ha avanzado con respecto al pasado tanto en legislación de transparencia y de mecanismos de sanción del delito como en persecución de los corruptos, pero todavía queda mucho por hacer en las instituciones estatales para prevenir y erradicar la corrupción.
Un caso actual para el análisis es la incapacidad de la Asamblea Legislativa de ponerse prontamente de acuerdo para la elección de cinco magistrados de la Corte Suprema de Justicia, cuatro de ellos destinados a ser miembros de la Sala de lo Constitucional. No es que no haya gente capaz entre los treinta candidatos que la Asamblea analiza para decidir la elección; más bien, los diputados pugnan por tener en la Sala a funcionarios de su confianza, flexibles y manipulables desde los intereses político-partidarios. La mayor corrupción del sistema judicial es el prevaricato, es decir, dar sentencias o resoluciones injustas a sabiendas de que lo son. Y eso lo consiguen las personas que nombran a los funcionarios de segundo grado, o sus amigos más poderosos, a través de esa flexibilidad que exige devolver favores y obedecer exigencias.
El prevaricato lo pueden cometer no solo los jueces del sistema judicial, sino también los magistrados de la Corte de Cuentas o del Tribunal Supremo Electoral, aunque sus resoluciones amañadas no estén tipificadas como tales en nuestros códigos. Después de escuchar la confesión de Antonio Saca, ¿cómo no dudar de que hubo prevaricato en el finiquito que la Corte de Cuentas dio en su momento a la gestión presidencial? Para evitar esta forma de corrupción, es indispensable pensar en nuevas formas de elegir a los funcionarios de segundo grado. De lo contrario, con diputados cegados simultáneamente por la ignorancia y las ambiciones de poder, continuaremos en el mismo cenagal.
La Asamblea Legislativa debe reformar su reglamento interno y establecer un sistema objetivo de evaluación y puntaje para los candidatos a ocupar cada uno de los cargos que le corresponde nombrar. Y ese sistema debe ser elaborado con la participación de ciudadanos expertos en los temas que los futuros funcionarios deberán tratar. Asimismo, una comisión de la sociedad civil debe participar en los interrogatorios a los candidatos y calificar a cada uno de ellos tras analizar su hoja de vida, preparación técnica y respuestas dadas. Así, los candidatos que no superaran una calificación base quedarían excluidos. De esta manera, aplicándolo al caso actual, de los treinta candidatos, los diputados elegirían entre los diez mejor puntuados, quedando fuera de la selección los veinte restantes.
Este solo es un ejemplo de lo que se podría hacer. Lo importante es eliminar la discrecionalidad absoluta de los diputados y poner una mayor dosis de racionalidad y conocimiento. Porque el sesgo de los diputados ha sido patente en demasiadas elecciones de segundo grado, y su ignorancia es honda con respecto a temas técnicos que deben tratar los futuros magistrados. Es una aberración que un exmilitar vinculado a crímenes por la Comisión de la Verdad participe en el proceso de selección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de la Sala de lo Constitucional. Pero esas cosas pasan. Incluir a la sociedad civil, y a través de ella a personas técnicamente preparadas para analizar las competencias de los candidatos a funcionario de segundo grado, es indispensable para el saneamiento de El Salvador y de sus instituciones.