Cáncer voraz

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Editorial UCA
16/05/2018

En El Salvador la desigualdad es un hecho irrefutable. Aunque algunos quieran negarla, es una realidad grave en aspectos tan básicos para la vida como el acceso a la salud, la educación, la vivienda y a un hábitat adecuado. Pero también se da en el goce de derechos humanos fundamentales, como el derecho a un empleo decente o a un sistema de transporte público eficiente y seguro, el acceso a una justicia pronta y cumplida, a ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario o contar con un defensor de oficio de calidad. Basta un paseo por el área metropolitana de San Salvador para ver las tremendas desigualdades entre las familias que viven en residenciales amurallados y las que habitan en barrios populosos, en muchos casos separados ambos grupos por escasos metros.

Si la desigualdad es una realidad entre los salvadoreños de las zonas urbanas, mayor es aún entre las zonas rurales y las urbanas. Nacer, crecer y vivir en una zona rural marca una tremenda diferencia. Una diferencia que, sí, tiene aspectos positivos, como el contacto con la naturaleza y la estrecha solidaridad que suele darse al interior de las comunidades, pero que a su vez esconde elementos muy negativos y generadores de desigualdad. Por ejemplo, la pésima calidad de la educación pública, hospitales que no cuentan con los servicios, equipos y especialistas necesarios para atender cualquier enfermedad, y la práctica imposibilidad de acceder a estudios universitarios por falta de becas y de residencias estudiantiles de bajo costo. Muchas de las facetas de esta desigualdad están relacionadas con el ingreso económico: el 20% de la población acapara el 50% de los ingresos totales del país, mientras que el 20% más pobre apenas ingresa el 5%.

Mienten quienes afirman que en El Salvador la desigualdad ha disminuido y que el índice de Gini, una de las maneras de medirla, ha mejorado. Mienten porque ese índice se obtiene a través de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples, la cual no ofrece datos fiables sobre los ingresos de una familia. Pero también porque las familias de más altos ingresos no son encuestadas por la Digestyc o no lo son en la proporción correcta, dado que a los encuestadores les es muy difícil entrar a los residenciales donde ellas viven. Al contrario de lo que esas voces interesadas afirman, en El Salvador, al igual que en la mayoría de países latinoamericanos, la desigualdad está aumentando, y lo hace porque los ingresos de las élites crecen en proporción geométrica. La desigualdad se dispara debido a que una pequeña parte de la población se apropia cada vez más de una mayor porción del pastel.

Los pobres lo son por sus bajos ingresos, por ganarse la vida por cuenta propia en la economía informal, por salarios mínimos que apenas cubren el costo de la canasta básica alimentaria y que convierten en un sueño acceder a una vivienda digna o a una salud y educación de calidad. Además, con el impuesto al valor agregado, los pobres tributan en mayor proporción. Por otro lado, los ricos ingresan cada vez más porque el reparto entre el capital y el trabajo es cada vez más favorable al primero, en detrimento del segundo; y porque nuestro sistema fiscal no impone ningún impuesto al patrimonio ni a la propiedad inmobiliaria.

Muchos expertos señalan que la desigualdad es fuente de violencia y malestar, que incluso puede ser catalogada de violencia estructural. Naciones Unidas considera que para promover una cultura de paz se debe “fomentar la igualdad de derechos y oportunidades de mujeres y hombres; buscar la erradicación de la pobreza y el analfabetismo y la reducción de las desigualdades entre las naciones y dentro de ellas”. Según la ONU, para lograr el desarrollo sostenible se debe “reforzar la capacidad nacional para aplicar políticas y programas destinados a reducir las desigualdades económicas y sociales dentro de las naciones”.

Para el papa Francisco, “el deber de solidaridad nos obliga a buscar modalidades justas de reparto, para que no se dé esa dramática desigualdad entre quien tiene demasiado y quien no tiene nada, entre quien descarta y quien es descartado”. También ha afirmado que la desigualdad y la pobreza ponen en riesgo la democracia misma, que debe ser “inclusiva y participativa con un mercado que sea equitativo”. Francisco ha dicho con contundencia que “el Estado de derecho social no debe ser desmantelado, sobre todo el derecho fundamental al trabajo”, y que urgen reformas para la redistribución de la riqueza y garantías de acceso a la instrucción y a la sanidad de los más pobres, a fin de “cancelar desequilibrios e injusticias”. Tomemos nota de ello y trabajemos, pues, para reducir la desigualdad, un cáncer que en El Salvador marchita las esperanzas y compromete cualquier posibilidad de construir un futuro inclusivo, justo y en paz.

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Anónimo
17/05/2018
17:14 pm
La desigualdad es agobiante más sí se es mujer, aparte de luchar contra el machismo laboralmente no nos tratan igual que a los hombres, nosotras no nos aumentan y trabajamos tanto como los hombres, a veces cuando nos reunimos y nos quejamos de la diferencia de salarios nos mandan a rezar y no trabajamos para maquilas sino para este gobierno que se llena la boca con la igualdad de género pero todo es propaganda, no hay un realidad concreta en materia salarial.
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