El tiempo pasa y no se ha ratificado el derecho constitucional al agua. Si en muchas situaciones de nuestro país vemos factores importantes de irracionalidad, en el tema del agua el absurdo brilla por sí mismo. Si nos comparamos con otros países, tenemos aguas lluvias en cantidades abundantes. La mayoría de países desarrollados (Alemania, Francia, España y Estados Unidos, por ejemplo) registran anualmente menos de la mitad del agua que llueve aquí. En ellos, los porcentajes de familias sin agua corriente de uso diario instalada dentro de la vivienda son mínimos, no llegan ni al 1%. En la comunidad autónoma de Madrid, con un número de habitantes semejante al nuestro y con una densidad poblacional mayor, prácticamente nunca falta el agua en las viviendas. Tienen menos recursos hídricos que El Salvador, pero no hay carencia del líquido en los hogares. Con más lluvia y abundancia de agua, acá un 40% de la gente tiene problemas graves en el servicio o carece en absoluto del mismo.
Ciertamente, en nuestro territorio, la lluvia se concentra especialmente en los seis meses que van de mayo a octubre. Pero el agua se puede almacenar, cuidar y proteger. Y no lo hemos hecho. Especialistas en clima dicen que para 2035 El Salvador tendrá estrés hídrico; en otras palabras, habrá una grave escasez de agua que afectará a la mayoría de la población. Y ello no porque dejará de llover, sino por la irresponsabilidad en la gestión y almacenamiento del agua, y en la protección del medioambiente. Este panorama agrava el tema del derecho de todos al agua. Pues mientras no sea reconocido, las presiones para disponer de ella en abundancia favorecerán a los que tienen más dinero y mayor capacidad de reclamo, influencia, etc. Aunque incluir dicho derecho en la Constitución no soluciona el problema, sí da un arma de lucha civilizada a la población para exigir a los políticos lo que es de por sí un derecho natural, parte del derecho a la vida.
Por si lo anterior fuera poco, El Salvador lleva varios años embarcado en un serio proceso de desertización. La tala inmoderada de árboles, las quemas, la urbanización mal planificada y muchas veces depredadora del medioambiente están dañando el almacenamiento subterráneo natural de las aguas lluvias. Y persiste —muchas veces forzada por la pobreza— la extendida costumbre de quemar madera para obtener energía, lo que contribuye a la deforestación. El calentamiento global perjudica, además, con más dureza a los países tropicales. Los expertos aseguran que en estas zonas las sequías serán más fuertes y las lluvias más intensas. Todo un desafío para un país como el nuestro, que no tiene un proyecto serio de almacenamiento de aguas y protección del medioambiente.
Aprobar el derecho constitucional al agua es un paso hacia la toma de conciencia de la situación. Además, si aspiramos al desarrollo, tenemos que mirar especialmente hacia el agua. El crecimiento y el desarrollo llevan siempre a un mayor consumo de energía. Y el agua es un factor clave tanto en la producción de energía como en el acompañamiento de muchos procesos de gasto de la misma. El Banco Mundial calcula que el consumo de agua para la producción de energía crecerá en el mundo en un 85%. Por otra parte, el agua es indispensable para garantizar la seguridad alimentaria. Pese a todo ello, hay oposición a declararla un derecho constitucional. Los enemigos del derecho al agua están claramente definidos: en primer lugar, los que quieren negociar con ella y convertirla en un producto comercial cada vez más caro; en segundo lugar, aquellos partidos políticos que solo ven desarrollo cuando el dinero llega en cantidades masivas a los bolsillos de unos pocos.