La semana pasada hubo en el Hotel Crowne Plaza una feria de trabajo. La afluencia de jóvenes fue impresionante. La cola no se agotaba nunca, incluso después del primer día. Para mucha gente, acostumbrada a ver en los medios de comunicación tanta noticia vinculada a muerte, delincuencia y rebeldía juvenil, era consolador contemplar esa enorme multitud de rostros jóvenes serenos, pacíficos y ordenados, que esperaban y avanzaban tranquilos a presentar sus currículos en alguna o varias de las aproximadamente treinta empresas que en conjunto hablaban de ofrecer cerca de tres mil puestos de trabajo.
Próximamente se desarrollará también en la UCA una feria de trabajo, en la cual, como todos los años, el desfile de jóvenes será, una vez más, masivo. La necesidad de trabajo es grande; la inmensa mayoría de nuestros jóvenes quiere trabajar. Incluso aquella minoría que aparentemente rechaza el trabajo ha tenido en ocasiones experiencias de explotación o maltrato, que se han unido a otras experiencias vitales negativas y a la escasez de trabajo digno.
Esta ansia masiva de trabajo, esta presencia optimista de los jóvenes presentando currículos y esperando pacientemente su turno, no solamente debe verse como esperanzadora para todos los que decimos que los salvadoreños son trabajadores. Tiene que ser una buena noticia para los empleadores e inversionistas, y una llamada a la responsabilidad gubernamental, que debe favorecer especialmente el trabajo juvenil, ofreciendo incentivos a aquellas empresas que contraten jóvenes en altas proporciones.
Esta necesidad de trabajo nos remite también al tema de la calidad de los empleos. Nuestros jóvenes aspiran, con toda razón, a un salario digno. Ello implica preparación adecuada, productividad en el trabajo, capacidad. En ese contexto, es terriblemente preocupante un informe reciente del Banco Mundial que afirma que los niños salvadoreños están entre los niños latinoamericanos con menores posibilidades y oportunidades de desarrollo.
Esta noticia hace referencia, sin duda, a muchos años de descuido en las políticas públicas. Cuando hace un poco más de cinco años el entonces presidente Saca formó una comisión de educación para inspirar la política educativa de su Gobierno, un estudio de Fusades hablaba de la necesidad de subir la inversión en educación al 4% del Producto Interno Bruto (PIB) para asegurar la universalización del noveno grado. Cinco años después, nuestra inversión continúa siendo de aproximadamente el mismo 3% del PIB. El índice de oportunidades de los niños se mide por el acceso que tienen desde la más tierna infancia a educación, salud, alimentación y espacios de diversión. Con Nicaragua, Honduras y Guatemala, los salvadoreños estamos en la peor situación de América Latina. Y da la impresión de que no sólo no mejoramos, sino que podemos ir hacia atrás.
Ver a nuestros jóvenes con ganas de trabajar y sin trabajo, y a nuestros niños creciendo sin oportunidades no es el mejor espectáculo ni para el presente ni para el futuro. Cuando los gobernantes protestan por las maras, tienen que darse cuenta de que éstas son fruto de la casi total ausencia de una política pública seria de juventud y de niñez. Y mientras la inversión en nuestros niños y jóvenes es escasa y ciertamente insuficiente, los magistrados que presentan su renuncia un día antes de terminar el período para el que fueron elegidos se llevan en conjunto más de 120 mil dólares, la Asamblea Legislativa se regala computadoras portátiles y el Ejecutivo —aunque en menor proporción que administraciones pasadas— vuelve a caer en la trampa de la propaganda autolaudatoria. Si hubiera una autoridad supranacional ética, seguro que se les podría prohibir a los representantes de los tres poderes el repetir la consabida frase de que los niños y los jóvenes son el futuro de la patria. Porque con su actitud despreocupada les están negando, a los niños y a los jóvenes de hoy, el futuro al que tienen derecho.