Los gobiernos populistas y autoritarios van en ascenso en el mundo. Desde el control de las instituciones, mantienen políticas agresivas contra las minorías y los opositores. Seducen a la población con su crítica a los partidos y políticos tradicionales, usualmente demasiado cargados de discursos ideológicos y de serias contradicciones entre lo que dicen y lo que hacen. Meten velocidad a sus proyectos sin reparar en gastos o en legalidades, y buscan culpables de los problemas en los migrantes, los extranjeros o cualquier sector social que despierte miedo o rechazo a causa de prejuicios existentes. No admiten la crítica y tienden a un nacionalismo fanatizado que se apoya en la fuerza militar o policial.
Esa tendencia se da en países desarrollados, generalmente con partidos conservadores y con una clase media asustada por alguna crisis. En América Central, la tendencia se repite, con la diferencia de que en el istmo el autoritarismo populista se aúpa en los sectores empobrecidos, ávidos de cambio, que ven en la autoridad fuerte, una esperanza. En Nicaragua, el régimen de Ortega, ya una dictadura en forma y contenido, reprime con brutalidad a la oposición. Lo siguen, con formas más suaves y más sofisticadas, el resto de los países centroamericanos. En El Salvador, Nuevas Ideas llegó al Ejecutivo montado en un partido taxi y posteriormente arrasó en la elección legislativa. Con los dos poderes bajo su control, la toma de las demás instituciones estatales se llevó a cabo con rapidez, prescindiendo de toda legalidad, procedimiento o principio. La agilidad en la toma de decisiones, la efectividad de algunas de ellas, el lenguaje desinhibido, y la entrega de bienes básicos en momentos de emergencia sedujeron a una buena parte de la población. En un cultura autoritaria y machista, el autoritarismo gusta, porque da la impresión de eficacia.
Sin embargo, el modo de gobernar, más allá de la propaganda, no se separa de los vicios del pasado. El endeudamiento tiene un ritmo galopante, la lucha contra la pobreza como fenómeno estructural es escasa o prácticamente nula, la violencia ilegal se combate mediante la violencia legalizada del Estado sin atender a las causas estructurales del delito. Las promesas son muchas y muy grandes, pero el ritmo de cumplimiento es lento. La prevención de desastres continúa inoperante; la corrupción aflora en ciertas dependencias. Se exige fidelidad absoluta tanto a los propios como a los aliados, y la cultura del diálogo se ha sustituido por la burla, el insulto y la intolerancia. El mundo de la política, de los principios, de la búsqueda del bien común se ha cambiado por la propaganda y el espectáculo.
Lo que importa es seducir. Pero lo que se produce es una seducción triste, porque no cumple con lo que ofrece y, por ello, está llamada al fracaso. La deuda, la pobreza, la desigualdad y la violencia, en la medida que se perpetúan, producen decepción. Además, los modos de ejercer el autoritarismo empiezan a a caer en el ridículo. Acciones como detener y exhibir a un médico porque atropelló a un gato, hablar de artículos ocultos de la Constitución y argumentar que los colores azul y blanco en las escuelas tensan a los niños terminarán cansando a la población que no ve los resultados esperados de la teatralidad gubernamental. Al final, la ciudadanía encantada con el régimen autoritario terminará despertando en el viejo y conocido país de siempre, con las esperanzas rotas y con las mismas únicas opciones de hace décadas: o emigrar, o aguantar con la ilusión de que las cosas un día estarán mejor, o jugársela en el delito y la corrupción. Por sí sola, sin encontrar asidero en la realidad, la seducción solo conduce a una tristeza profunda en el espíritu.