En la encíclica Fratelli tutti, publicada en octubre del año pasado, el papa advierte de la agresividad que se ha desarrollado en las redes sociales. En ellas, dice Francisco, se dan “formas insólitas de agresividad, de insultos, maltratos, descalificaciones, latigazos verbales hasta destrozar la figura del otro, en un desenfreno que no podría existir en el contacto cuerpo a cuerpo sin que termináramos destruyéndonos entre todos”. Por su parte, el secretario general de la ONU, António Guterres, ha mostrado preocupación tanto por el lenguaje de odio en las redes como por sus consecuencias: “El odio se está generalizando, tanto en las democracias liberales como en los sistemas autoritarios y con cada norma que se rompe, se debilitan los pilares de nuestra común humanidad. El discurso de odio constituye una amenaza para los valores democráticos, la estabilidad social y la paz”.
En El Salvador, es alarmante cómo crece el odio en las redes sociales, solo ligeramente moderado por algunas demandas contra algunos de sus principales promotores y protagonistas. A la crítica racional se le responde con un lenguaje agresivo y con frecuencia soez que desata una especie de pugna por ver quién es más capaz de despreciar, humillar y burlarse del interlocutor. Se destruye así una de las formas básicas de convivencia, la escucha respetuosa del otro, al tiempo que se desvanecen los valores democráticos de la fraternidad y la igual dignidad de la persona. Ya anteriormente las relaciones sociales se envenenaban por el machismo, la fobia a la diversidad sexual, el desprecio de quien se cree superior a los demás y la violencia en el seno del hogar. Por ello, la multiplicación del lenguaje del odio no solo recoge lo peor de la herencia nacional, sino que la potencia.
Puesto que el lenguaje de odio rompe la confianza interpersonal, siembra miedo y destroza los vínculos sociales indispensables para la sana convivencia, resulta impostergable reflexionar sobre la realidad salvadoreña. Nuestro país se caracteriza por su profunda desigualdad, que se manifiesta, entre otras áreas, en la educación, la salud, el ingreso, la fiscalidad, el empleo, el género y el acceso digital. Es muy difícil que una sociedad tan dividida y separada estructuralmente, y en la que impera la agresividad pueda avanzar en la solución de sus problemas. Dialogar con franqueza, poner a disposición del ciudadano la información pública, frenar toda expresión que rompa las posibilidades de sana comunicación son requisitos para planificar un futuro digno para todos.