La mayoría de salvadoreños sabe de la pequeñez del territorio nacional y de su alta densidad poblacional (la más alta del continente). Pero no que esa combinación implica gran vulnerabilidad, pues nuestro medioambiente está sometido a presiones tales que lo han deteriorado. Ello se verifica, por ejemplo, en el grado de deforestación, la aguda contaminación del aire y de las aguas superficiales y subterráneas, la baja productividad del suelo agrícola. A esto se suman los efectos del cambio climático en el país: sequías, lluvias torrenciales, altas temperaturas. Este año, los incendios se han multiplicado y han devorado decenas de hectáreas de bosque. Como golpe de gracia, y con la falsa premisa de que se está trayendo inversión y desarrollo, están en marcha proyectos de urbanización en zonas críticas, como las faldas del volcán de San Salvador, la cordillera del Bálsamo y Valle El Angel, que generarán irreparables daños al medioambiente. Los estudios de impacto ambiental de estos proyectos han sido manipulados para esconder esa realidad; las autoridades los han aprobados a sabiendas de lo perjudiciales que son.
Si las actuales generaciones quieren que las próximas puedan vivir y disfrutar del país, debe parar esa destrucción. Para ello es esencial considerar el medioambiente parte de uno mismo y abandonar toda actitud depredadora, asumiendo una de cuido y protección de la vida y de la naturaleza, de la casa común, como las denomina el papa Francisco. Proteger la casa común exige cambiar hábitos y trabajar en normativas que garanticen su conservación. Todavía hay posibilidades de evitar la catástrofe. Sin embargo, mientras en el mundo, especialmente entre las generaciones más jóvenes, crece la preocupación por el futuro del planeta, por la vida de los ecosistemas, por la extinción de especies, en El Salvador la conciencia ecológica es escasa.
Son muchos, demasiados, los que en nuestro país promueven o protagonizan un uso indiscriminado de los recursos naturales, contaminando de muy diversas formas la tierra, el aire y las aguas. Quemar los rastrojos y matorrales para sembrar, botar basura y verter aguas negras en quebradas y ríos, utilizar bolsas plásticas, mezclar los desechos orgánicos con los no orgánicos, cocinar con leña, aplicar agroquímicos y usar el vehículo particular incluso para trayectos muy cortos son algunos ejemplos de las prácticas a las que hay que renunciar. En diversos grados, todos somos responsables de la destrucción medioambiental de nuestro país; todos, tanto el Estado como la empresa privada y la población en general, debemos actuar para detenerla. Por el bien de las futuras generaciones, por la viabilidad de la vida, hay que atender el llamado a poner fin a la guerra contra la naturaleza.