Nuestra Constitución afirma que la persona humana es el origen y fin de la actividad del Estado, y que este está organizado para la consecución de la justicia, la seguridad jurídica y el bien común. Bajo esta premisa constitucional es que debe evaluarse si el Estado está cumpliendo con su misión. Y cualquier análisis, por superficial que sea, deja en evidencia que no es así. Mientras un pequeño grupo de salvadoreños ha logrado un alto nivel de bienestar, incluso por encima del de países más desarrollados, la mayoría vive con muchas carencias; existen grandes brechas en la satisfacción de las necesidades básicas entre las personas que viven en las zonas rurales y las que habitan en las urbanas, las que tienen un empleo digno y las que no, entre los hombres y las mujeres. A la fecha, ningún Gobierno, del signo que sea, ha logrado mostrar con claridad en la realidad cotidiana que la persona humana es el origen y el fin del Estado, y que este trabaja por la justicia, la seguridad jurídica y el bien común.
Aunque este fracaso se debe fundamentalmente a que las élites políticas y económicas que han dirigido y administrado el Estado no han tenido en mente trabajar por el bien común y la justicia social, la incapacidad de la administración pública en el cumplimiento de sus funciones es otro factor que explica el desastre en el que nos encontramos. Si el Estado salvadoreño quiere ser coherente con sus fines constitucionales, necesita, en primer lugar, reformular cómo se entiende a sí mismo y cómo actúa en la práctica, más allá de discursos; y en segundo lugar, trabajar para que la administración pública sea capaz de responder a las necesidades de desarrollo y bienestar de la población salvadoreña en su conjunto. Como afirma Naciones Unidas, “la administración pública es la piedra angular del trabajo de los gobiernos, juega un papel esencial y crítico en la mejora de la vida de las personas”.
Desde hace algunos años, entre algunos grupos de la sociedad civil hay clara consciencia de la urgente necesidad de transformar la administración pública para que el Estado cumpla con su misión. De estos grupos surgieron las propuestas de reforma a la Ley del Servicio Civil y de una nueva normativa de la función pública. Ambas con el mismo fin: modernizar y profesionalizar la administración pública. Sin embargo, estas iniciativas no lograron reunir el apoyo político necesario para ser implementadas, ni lo lograrán dada la poca importancia que el Gobierno actual le da a la cuestión.
A pesar de que Nayib Bukele dice presidir una administración que trabaja las 24 horas del día los 7 días de la semana, muchos de sus funcionarios no tienen la capacidad requerida para ejercer sus cargos ni para resolver los problemas del país; la mayoría han sido elegidos por su relación con la familia Bukele, su identificación con las ideas del presidente y su subordinación al mismo, no por sus cualificaciones profesionales. Además, por el único motivo de no gozar de la confianza del mandatario, de la función pública han sido apartadas muchas personas capacitadas y con amplia experiencia. Este escenario solo da pie al pesimismo. Sin funcionarios profesionales y con vocación de servicio, capaces de adaptarse a los cambios y de actualizarse constantemente, el Estado no podrá responder a las necesidades crecientes de la población ni posibilitar que se alcancen los niveles de desarrollo humano sostenible a los que el país aspira. En el corto plazo y mediano plazo, el estancamiento está asegurado.