Sabemos que la adolescencia es una etapa con riesgos. En la medida en que se va saliendo de ella, la persona aprende a afirmarse en la vida, busca descubrir horizontes e inquietudes, exige un trato de adulto, adquiere capacidad crítica, disfruta con la aventura y tiende a rebelarse contra todo lo que resulta opresivo o autoritario. La etapa tiene, además, una enorme belleza si de parte del adulto se sabe emprender un diálogo y acompañamiento adecuado. Las experiencias adolescentes marcan la vida y se convierten con frecuencia en parte de los recuerdos más queridos. Sin embargo, la mayoría de nuestros adolescentes y jóvenes transcurren por esta fase vital en circunstancias difíciles.
En una gran proporción, pasan el tiempo sin estudio ni trabajo. El acompañamiento familiar es escaso por la ausencia de alguno de los padres. Les rodea un clima de violencia. La afirmación del yo y el deseo de aventura encuentran ofertas como la de las maras, que aunque refuercen el sentido grupal y generacional, tienen demasiados elementos antisociales, incluso delictivos. Los jóvenes son comúnmente sospechosos por el simple hecho de serlo, así como los que más sufren la violencia y los homicidios, los que tienen trabajos peor pagados, los que más emigran y viven el internamiento forzoso y otras duras situaciones en el penoso camino hacia el Norte. Quejarnos de que la juventud ha perdido valores es caer en una grave contradicción. En general, son los adultos los que han perdido valores y los que terminan castigando a los jóvenes porque reaccionan con ciertos modos de rebeldía ante sociedades donde la injusticia es demasiado patente. La persecución de personas que trabajan en la rehabilitación de delincuentes, como el caso del padre Toño, genera más problemas que soluciones.
Una política seria de juventud es indispensable si queremos salir del doloroso horizonte de delincuencia y brutalidad que enfrentamos. La implantación del bachillerato universal, con adecuadas derivaciones tanto hacia la capacitación técnica como a la universitaria, es un primer paso. Otro, estimular a las empresas al empleo juvenil o el primer empleo. Salario decente y condiciones de trabajo adecuadas deben acompañar a esos estímulos. La apertura de espacios culturales y deportivos es el último peldaño de esta política básica, así como oportunidades de rehabilitación humanamente organizadas frente a la droga, el alcohol o los comportamientos violentos. En todo eso, además, debe incluirse a la sociedad civil, que en buena parte cuenta ya con experiencias y actividades exitosas, aunque sea a nivel micro o local. Solo un gran esfuerzo de todos los sectores puede lograr el desarrollo pleno de las capacidades de nuestros jóvenes que garantice un futuro mejor.
Con demasiada frecuencia e hipocresía se suele decir que la juventud es el futuro de la patria. Aunque la frase es biológicamente cierta, lo real es que muchos jóvenes no encuentran futuro en El Salvador. Mueren víctimas de la violencia o se ven obligados a emigrar. Los que quedan, presionados por una situación difícil, corren el peligro de ser transmisores generacionales de desigualdad y violencia. Si seguimos dejando que la corrupción y la mala administración sigan impunes, acompañadas de una cultura insolidaria, no podremos quejarnos de la juventud ni del futuro, ni de la pérdida de valores. Somos los adultos los que hemos perdido los valores. Los jóvenes, al contrario, nos pueden ayudar a recuperarlos si somos capaces ahora de propiciar el desarrollo de sus capacidades.