La importancia de no mentir

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Editorial UCA
28/11/2022

Hace unos días, el presidente volvió a insistir, vía tuit, en que “ya a nadie le importa lo que digan los grandes medios, los organismos internacionales”. Y es evidente que sus funcionarios se han tomado muy en serio la afirmación, pues no tienen ningún inconveniente en mentir ante organismos internacionales. La última tanda de falsedades fue dicha ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Acusado el Gobierno por parte de la sociedad civil de no investigar adecuadamente la muerte y tortura en el interior de las cárceles de personas privadas de libertad, los representantes del Estado no tuvieron reparos en decir que todas las muertes se dieron sin responsabilidad de agentes estatales y por causas naturales. Incluso mintieron respecto a los exámenes realizados por Medicina Legal. Por supuesto, no es esta la primera vez que representantes del Estado mienten ante la Comisión y otras organizaciones internacionales de derechos humanos, pero la mentira se realiza ahora desde la errónea prepotencia de quienes están convencidos, por un lado, de la irrelevancia de la opinión pública internacional en el campo de los derechos universales y, por otro, de la indiferencia ciudadana ante los derechos garantizados por la Constitución y por los tratados internacionales refrendados por el Estado salvadoreño.

Las mentiras pronunciadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, aunque son las últimas, no son las únicas. Este mes, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publicó un documento sobre población en el que, según información de 2021 de la Dygestic, el país tiene proyectado hacer un censo de población en marzo de 2023, para lo cual se emprendería la “actualización cartográfica [… ] entre marzo y diciembre de 2022”. Hoy la Dygestic ha desaparecido y nadie sabe exactamente cómo se desarrollarán las actividades que tenía planificadas. Quienes lean el informe de Cepal pensarán sin duda que El Salvador es poco confiable, aunque, de nuevo, la supuesta ventaja local está en que a nadie la importa la opinión internacional. Ventaja que automáticamente se convierte en desventaja cuando la palabra dada carece de valor. Mucho se ha hablado en el pasado de la necesidad de la seguridad jurídica tanto para los negocios como para la vida ciudadana ordinaria. Si bien siempre ha habido fallos severos al respecto, ahora el asunto se agrava porque a la inseguridad jurídica se le añade la inseguridad de la palabra.

Quienes defienden formas maquiavélicas del ejercicio del poder consideran la mentira como un instrumento político viable. Sin embargo, en un mundo interrelacionado e interdependiente, la verdad es básica para la buena salud de la relaciones internacionales. Un país que es incapaz de cumplir lo que dice se desprestigia solo. Y si, además, presenta como bueno lo que un amplio sector de la opinión internacional considera peligroso o, al menos, riesgoso, como por ejemplo la inversión en criptomonedas, no debe extrañar que crezca la desconfianza sobre la capacidad nacional de desarrollar relaciones estables en el campo económico, político y social. En la medida que la dinámica jurídica interna dependa no de la leyes, sino de las improvisaciones y apuestas gubernamentales, el deterioro social irá creciendo.

El Gobierno de Bukele tiene a su favor que la cultura de la legalidad nunca ha sido asumida por las instituciones nacionales: eso le da la ventaja de que durante un tiempo mucha gente valorará más la propaganda que la realidad. Pero, a la larga, la inseguridad jurídica se vuelve contra quienes la defienden y promueven. Porque una cosa es tener limitaciones y defectos, y otra exhibirlos y defenderlos públicamente. En el mundo actual no da réditos la falta de fiabilidad y la inestabilidad que de ello se deriva; menos aún la negativa a examinar los problemas con seriedad y diálogo.

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