Es claro que desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca se ha profundizado la guerra en contra de los migrantes, principalmente mexicanos y centroamericanos que se desplazan a lo largo de la frontera sur rumbo a Estados Unidos. Si bien la dura política fronteriza promovida por Estados Unidos no es una novedad, la actitud bélica, el racismo visceral y la criminalización de los migrantes que dicha política promueve ha llegado a extremos intolerables. La detención de niños y familias enteras bajo condiciones infrahumanas, la separación forzada de padres e hijos, y la eliminación del acceso a medidas de protección humanitaria, como el derecho a asilo, han horrorizado al mundo civilizado y resultan incomprensibles desde cualquier perspectiva ética y humanitaria. Pero desde la lógica de Trump, el objetivo es claro: desalentar la migración atormentando e infligiendo sufrimiento a todos aquellos que buscan llegar a Estados Unidos de forma irregular. De paso, la detención de migrantes deja millonarias ganancias a las empresas privadas que administran los centros de detención con base en el número de camas requeridas. Es este un negocio lucrativo que mueve al año alrededor de mil millones de dólares.
Desde la perspectiva geopolítica, Trump avanza en la externalización de su frontera, es decir, la desplaza cada vez más al sur de México y Guatemala, y ejerce con ello un mayor control estratégico en el territorio de los países vecinos. México, por su parte, ha cedido hasta hoy a las presiones para contener al flujo de centroamericanos que cruzan su territorio. En la práctica, México constituye el brazo operativo del control migratorio estadounidense sobre los flujos de migración centroamericana. Esta subordinación no solo obedece a que los migrantes centroamericanos han sido moneda de cambio en las negociaciones con Estados Unidos. En realidad, ambos países coinciden en señalar a los centroamericanos como problema y comparten el enfoque de mano dura, guerra contra las drogas y securitización de las fronteras.
La custodia de la frontera sur mexicana ha incluido en los últimos años el involucramiento de militares, la instalación de bases navales y el despliegue de diversos cuerpos policiales dedicados al control de los flujos migratorios. Estas medidas han resultado ser inefectivas tanto para contener la migración irregular como para combatir a las organizaciones criminales que operan a lo largo de dicha frontera. Esta presencia de diversos cuerpos de seguridad mexicanos en la zona fronteriza con Guatemala solo ha logrado aumentar los abusos en contra de los migrantes y favorecer la colusión de policías y militares con diversas organizaciones criminales que operan en las rutas migratorias.
Este escenario avizora graves consecuencias. Es muy probable que con el desplazamiento de la frontera estadounidense al sur de México y al norte de Centroamérica se desplacen también las actividades ilegales y las organizaciones criminales que proliferan en las rutas migratorias hacia Estados Unidos. Diversos organismos humanitarios dan cuenta de que en los últimos años dichas rutas están bajo el control de grupos criminales que se disputan diversos mercados ilegales. Un reciente informe de Crisis Group señala que la fragmentación de estructuras como Los Zetas y el Cartel de Sinaloa ha dado lugar a una guerra por el control del tráfico de personas, los negocios de protección extorsiva y la trata de personas, entre otros. Además, hay indicios de una creciente colaboración entre pandillas centroamericanas, que han aumentado su presencia en la frontera sur, y organizaciones mexicanas vinculadas al tráfico de drogas y la trata de personas.
La colaboración e intercambio de conocimientos delictivos en el corredor de la frontera sur potenciarán al crimen organizado y ofrecen a las pandillas centroamericanas la oportunidad de asumir más directamente el control transnacional de drogas y otros ilícitos. Con ello, las guerras entre grupos criminales y contra los migrantes se podrían desplazar a nuestra región. En el pasado, las políticas de seguridad nacional, endurecimiento de fronteras y guerra contra las drogas han contenido temporalmente el fenómeno que pretenden combatir, pero en el mediano plazo han generado dinámicas contraproducentes que profundizan y perpetúan la violencia crónica y la migración. Ese es hoy, de nuevo, el panorama.