Los Estados de excepción no son novedad en Latinoamérica. Guatemala, Honduras, Brasil, Argentina, Venezuela y Perú, por ejemplo, los han implementado. Los Gobiernos siempre han presentado la medida como una herramienta para enfrentar una situación grave que afecta a la población, pero en realidad la han terminado aplicando no solo con ese fin. Como su nombre lo indica, el Estado de excepción es una medida excepcional, a la que se acude para enfrentar un grave problema; y se caracteriza por la suspensión temporal de una serie de derechos para salvaguardar otros más importantes mientras se recupera la “normalidad”. Sin embargo, la historia latinoamericana de los Estados de excepción muestra que estos, lejos de proteger a los ciudadanos, se implementan para que los derechos humanos fundamentales puedan ser violados con impunidad.
Uno de los casos más emblemáticos es el Perú de Alberto Fujimori (1990-2000), que aprobó el Estado de excepción y lo prorrogó varias veces con la justificación de combatir el terrorismo, un flagelo que tenía a la población cansada y atemorizada. Diversas investigaciones demostraron que la medida no fue implementada para lo que se decía. Según el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Perú, publicado en 2011, que recopila y analiza las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante el conflicto armado peruano (1980-2000), el Estado de excepción fue utilizado para “perpetuar la violación de los derechos humanos” y “reprimir a opositores políticos, periodistas y defensores de derechos humanos”. En el mismo sentido se había pronunciado unos años antes (1998) Amnistía Internacional: “Fue utilizado principalmente para restringir las libertades civiles, silenciar a la oposición política y facilitar la detención arbitraria, la tortura y otros abusos”. Incluso funcionarios de primer nivel del Gobierno fujimorista terminaron reconociendo esa verdad.
Fujimori llegó a la presidencia peruana con la promesa de terminar con el terrorismo utilizando mano dura; creó y lideró un régimen autoritario que sometió a todos los poderes del Estado, a la institucionalidad pública y a los medios de comunicación, causando severos y variados perjuicios al país. Uno de ellos es una aguda inestabilidad política que sigue activa; más de 20 años después del fujimorismo, el país andino ha tenido seis presidentes en los últimos seis años. Muchos peruanos que vieron en Fujimori la solución definitiva contra el terrorismo terminaron arrepentidos de haberlo apoyado a la luz de los atropellos que su Gobierno cometió.
En definitiva, a la luz de una lectura histórica, los Estados de excepción suelen ser fruto de un afán de aprovechar con fines políticos una realidad que golpea a la gente (un desastre, una guerra, una situación de inseguridad generalizada); un afán que lleva a convertir lo excepcional en norma y a aplicar la medida a todo el que resulta incómodo para el poder. Así, el Estado de excepción se vuelve una gran atarraya en la que caben analistas, periodistas, defensores de derechos humanos, luchadores contra la minería, políticos de oposición y toda persona que dice verdad. Es cuestión de cada quien y de los pueblos tener clara esa lección.