El próximo 18 de junio se cumplirán ocho años desde que el papa Francisco publicó la encíclica Laudato si, un llamado a la humanidad para el cuido, protección y buen uso de los recursos de la naturaleza. Un llamado que entroncó con el creciente —pero aún insuficiente—aumento de la conciencia global del daño que se ocasiona al planeta y de la necesidad de cambiar hábitos a escala mundial. Si bien la encíclica no cayó en el vacío, tampoco recibió la atención que merece dada su importancia para el presente y futuro tanto de la vida humana como la de millones de especies con las que se comparte esta casa común.
En el caso de El Salvador, el cuadro es aún peor. A pesar de la pequeñez del territorio nacional, su aguda vulnerabilidad ambiental y la alta densidad poblacional, muy pocos tienen un compromiso serio, coherente y constante con el cuido del medio ambiente; son mayoría los que consciente o inconsciente siguen con prácticas que lo destruyen. Por ello, las Iglesias, las instituciones educativas y las organizaciones gremiales y sociales deben implicarse más en la generación de la conciencia que permita el cambio de actitud requerido.
Por su parte, el Estado salvadoreño tiene, por mandato constitucional, “el deber de proteger los recursos naturales, así como la diversidad e integridad del medio ambiente para garantizar el desarrollo sostenible”. Sin embargo, no ha sido coherente con esa obligación; en no pocas ocasiones no solo la ha descuidado, sino que ha promovido o avalado prácticas muy dañinas. Los permisos de construcción de complejos residenciales o industriales en zonas boscosas y montañosas, la desprotección de quebradas y ríos, la permisividad con la roza y quema, la falta de un buen ordenamiento territorial y el abandono a su suerte de especies en peligro de extinción son algunas muestras de un Estado que no cumple con su deber institucional de proteger la integridad del medioambiente.
Es muy claro que en el país se privilegian los intereses particulares sobre el bien común y se ponen por delante los beneficios inmediatos sobre los de largo plazo; el medio ambiente no queda fuera de esa lógica. Al igual que en el pasado, el poder del capital se impone, y así como hace décadas logró revertir políticas como la reforma agraria, hoy logra el favor de las autoridades para que otorguen permisos a proyectos millonarios altamente perjudiciales para el medio ambiente; proyectos que profundizan la crisis medioambiental que ya vive el país.
En este marco, preocupa que se pueda revocar la prohibición de la minería metálica en El Salvador mediante la abolición o modificación de la ley que, gracias a la presión de Iglesias, medioambientalistas, la academia y las comunidades afectadas, fue aprobada hace seis años por la Asamblea Legislativa. Tal como se lee en el reciente pronunciamiento de un amplio abanico de organizaciones sociales en contra de la minería, “la minería de metales [...] destruye bosques, genera drenaje ácido, contamina el agua, causa enfermedades y deja enormes cantidades de desechos que constituye una amenaza mortal para las plantas, los animales y las personas [...] Estos daños ponen en peligro la continuidad de la vida, sobre todo porque los pretendidos proyectos mineros se ubican en la franja norte del país, que es la cuenca del río Lempa, el principal afluente nacional”. Un peligro de tal calibre amerita una vigilancia ciudadana permanente y proactiva. ¿Por qué resignarse a dejar por herencia un país de cenizas?