El año pasado, después de la reelección de Obama, apuntábamos que la victoria del demócrata hablaba español. Y es que por primera vez en la historia electoral estadounidense se pudo demostrar con números que el voto de la comunidad latina fue decisivo en el resultado de la elección. Obama se dio cuenta de esto inmediatamente, como se constató en su discurso de victoria, pero también los republicanos. Ambos partidos entendieron que los latinos votaron por el candidato que ofreció hacer posible el sueño de la regularización migratoria, y ello pese a que Obama ya antes prometió lo mismo y no lo cumplió durante su primer mandato. Frente a las amenazas de deportación formuladas por el candidato republicano, votaron por el que sigue ofreciendo algo distinto. Los latinos acudieron a las urnas para decirle al país entero que merecen respeto.
El 6 de noviembre, los republicanos debieron darse cuenta de que si la comunidad latina siguen votando demócrata, su posibilidad de regresar a la Casa Blanca será cada vez más remota. Los números no mienten: en la actualidad, los latinos representan ya el 10% del electorado estadounidense y son la minoría de mayor crecimiento. Y esta es la realidad que en buena parte explica la reforma migratoria anunciada, a finales de enero, por el Congreso y el presidente Obama; una reforma que de concretarse será mérito de los millones de latinos que, con o sin papeles, mantienen a sus familias en sus países de origen y aportan decididamente a la economía estadounidense.
Sin lugar a dudas, el plan de reforma migratoria es buena noticia. Muchas organizaciones que defienden los derechos de los migrantes han celebrado el anuncio. El Secretario General de la OEA dijo que la noticia tiene una connotación hemisférica por la diversidad de países a los que representan los más de once millones de indocumentados en Estados Unidos. En este sentido, la iniciativa demócrata-republicana genera alegría desde la perspectiva de que una reforma migratoria es un asunto de justicia elemental para con los indocumentados. Sin embargo, dentro de Estados Unidos el anuncio ha sido acogido con mesura.
En primer lugar, el anuncio se da en medio de una feroz campaña de deportación. Como es sabido, la administración de Obama ha superado todas las marcas al respecto. En 2012, el Gobierno estadounidense deportó a más personas a Centroamérica que en 2011, y la tendencia se ha mantenido en lo que llevamos de este año. Por ello, como han expresado diversas organizaciones en Estados Unidos, para darle credibilidad al anuncio de la reforma migratoria es necesario que se ponga un alto a las deportaciones. En segundo lugar, el plan de reforma vincula su implementación a la seguridad fronteriza. Estados Unidos ya invierte 18 mil millones de dólares en el resguardo de sus fronteras, y los congresistas han dicho que la reforma no procederá si la entrada de ilegales no disminuye hasta un mínimo a definir.
En tercer lugar, en los planes de la reforma se tipifica como delito aplicar a un trabajo si se es indocumentado, así como dar trabajo a migrantes sin papeles. En la actualidad, los indocumentados logran conseguir un empleo; con esta reforma, ya no sería posible. Esto es algo parecido a lo que los republicanos llamaron "autodeportación", es decir, acorralar a los migrantes para que se desesperen y regresen a sus países por cuenta propia. En cuarto lugar, para aplicar a la regularización, los migrantes deberán pagar todos los impuestos que no cancelaron durante sus años de indocumentados, más las respectivas multas por mora. Así, la obtención de papeles representaría un altísimo costo para los migrantes y un alivio para la maltrecha economía norteamericana.
Estos cuatro puntos ilustran que, de llegar, la regularización no será inmediata ni fácil. El camino que queda por delante es largo y cuesta arriba. La comunidad latina tendrá que seguir luchando unida a fin de aportar humanidad y realismo a la reforma, consciente de que aunque la aprobación se dé este año, su implementación tomará varios más.