Cuando cayó el muro de Berlín en 1989 y unos pocos años después, en 1991, se puso fin al apartheid en Sudáfrica, corrió la esperanza de que la democracia se abriría paso en el planeta. Tres décadas después, la historia es otra. Según “El estado global de la democracia 2019”, un informe del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional), el 28% de la población mundial y el 20% de los países viven bajo regímenes autoritarios. Por otra parte, The Economist señala que, en 2020, 23 naciones vivían en democracia plena, 52 en democracia imperfecta, 35 en regímenes híbridos y 57 bajo regímenes autoritarios. La razón general del avance de los autoritarismos en el mundo está en la dificultad de las democracias, incluso las más asentadas, para alcanzar y mantener un desarrollo social y económico equitativo y sostenible. Ello está causando una oleada de movimientos populistas que prometen satisfacer necesidades largamente postergadas mientras arrasan con los valores y principios democráticos.
Según The Economist, El Salvador, entre 2019 y 2020, pasó de vivir en una democracia imperfecta a un régimen híbrido. Sin embargo, para académicos que estudian al país, más bien vive bajo un régimen híbrido desde los Acuerdos de Paz, firmados en 1992, y avanza con prisa en el sendero del autoritarismo. Aunque el oficialismo rechaza este análisis (ninguna dictadura se reconoce a sí misma como tal) y sostiene que acá hay una verdadera democracia, los hechos son elocuentes: el presidente amenaza públicamente a los alcaldes con enviarlos a la cárcel si no le obedecen; no hay división de poderes; tanto la Policía como la Fiscalía están al servicio de los caprichos del Ejecutivo; diputados del partido de gobierno y funcionarios de alto nivel insultan, amenazan y calumnian con inpunidad a la sociedad civil crítica; el derecho a la información pública prácticamente ha desaparecido; la presunción de inocencia es una quimera
Por otra parte, según el investigador Seth Davin, de la Universidad de Emory, los dictadores suelen padecer de un alto grado de narcisismo: pagan por recibir alabanzas y se regodean en sus cualidades personales. Aparentan autoconfianza e independencia; mienten sistemáticamente; son crueles, poco empáticos; y poseen un gran apetito de poder. Para ellos, la palabra clave es “yo”; necesitan sentirse al mando de cada situación y se comportan despóticamente.
Es claro que, en mayor o menor medida, estas características han tomado el rostro de quienes en la actualidad dirigen al país. Las necesidades insatisfechas y los anhelos de la población han servido de justificación para desmontar los avances democráticos. Ciertamente, hasta hoy, mucha gente está conforme con lo hecho, sobre todo en materia de seguridad, aunque el precio sea la pérdida de garantías legales y de derechos humanos básicos. Que la lista de retrocesos se amplíe, es solo cuestión de tiempo.