Lo que está sucediendo en Nicaragua no es ajeno a lo que viven los países de la región. Además de duras problemáticas comunes, como el narcotráfico, la violencia y la migración, Centroamérica experimenta una especie de efervescencia social que en algunos casos se manifiesta en las calles y en otros, en las urnas. Las manifestaciones multitudinarias en Guatemala en 2015, en lo que se conoció como la “primavera chapina”; las protestas en Honduras ante el descarado fraude electoral a finales de 2017; el que casi dos terceras partes de los electores en El Salvador no se hicieran presentes a las urnas o anularan su voto en marzo pasado; y las masivas protestas de la juventud nicaragüense son expresiones que brotan de realidades compartidas.
A la base de esta efervescencia social está el descontento de la población con sus gobernantes y con los políticos. Un descontento que se debe fundamentalmente a la corrupción e incapacidad de los funcionarios para resolver los graves problemas que aquejan a la gente. A la base de la corrupción está el ejercicio patrimonialista de la política, es decir, el uso —legal o ilegal— de los recursos públicos para beneficio personal y del grupo inmediato. Este tipo de política es el que se ha practicado en los países centroamericanos desde siempre y lo que explica la desconfianza ciudadana en los partidos políticos. De nadie se desconfía más que de los políticos y, por extensión, de las instancias en las que se enquistan. Precisamente porque es norma no escrita llegar al poder para servir a intereses sectoriales antes que a toda la nación, siguen sin resolverse la inseguridad, la falta de empleo, la pobreza y la pésima calidad de los servicios públicos. Tantos años de ver postergadas las soluciones a sus problemas han cansado a la gente de la región, y hoy, de un modo u otro, clama por otra forma de hacer las cosas.
El desprecio por la política tradicional no tiene color político. Si los funcionarios son corruptos y no atienden las necesidades más sentidas de la población, sean del signo que sean, la ciudadanía les muestra su repudio. Este hartazgo con la corrupción y la incapacidad en el manejo del Estado no termina de ser entendido por los políticos tradicionales; atrapados en fanatismos ideológicos, no ven la realidad y caen en agudas contradicciones. Por ejemplo, Alfredo Cristiani condenó la represión en Nicaragua, pero Arena no ha dicho una sola palabra sobre la que aplica en Honduras Juan Orlando Hernández; peor aún, Norman Quijano apoyó a Hernández en plena represión. Por su lado, algunos voceros del FMLN atribuyen la violencia desatada en Nicaragua a quienes se oponen al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. La represión es represión, venga de un Gobierno de derecha o de izquierda, y hay que condenarla sin matices, al igual que la corrupción.
Este momento de efervescencia social en la región tiene otra característica compartida: no hay rumbo definido. Descontento, sí, pero sin un horizonte claro hacia el cual caminar. Y esto representa un peligro. Costa Rica lo entendió a tiempo en la segunda ronda de su reciente elección presidencial. En 2015, Guatemala llevó al Ejecutivo a una persona ajena a la política tradicional; todo parece indicar que se equivocó. En Honduras, el fraude electoral evitó comprobar si la elección de alguien externo a la partidocracia era camino de solución. En Nicaragua, es difícil prever el derrotero del descontento social; por ahora, no hay ninguna plataforma política con potencial de, y credibilidad para, canalizar la crisis. En nuestro país, el hastío con los políticos tradicionales se palpa. El reto de las sociedades del istmo es impulsar una manera de hacer política que apueste no por caudillos, sino por procesos de inclusión y participación que garanticen que toda acción del Estado beneficie a las mayorías.