Con dedicatoria especial a Estados Unidos, Nayib Bukele, en su discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas, demandó respeto a la soberanía de El Salvador, pero entendiéndola, por supuesto, muy a su manera. Conceptualmente, la soberanía está ligada al concepto de Estado: solo el Estado es titular de soberanía, la cual es independiente de la forma de gobierno. En este sentido, sin importar si es una monarquía, una democracia o una dictadura, un país tiene y puede demandar soberanía. Lo que no hay que perder de vista es que en las democracias la soberanía descansa en la autonomía, independencia y existencia de los tres poderes del Estado: legislativo, Ejecutivo y judicial. Ese, pues, no es el caso de El Salvador en la actualidad. El problema de fondo no es de soberanía.
En sus inicios, la administración de Bukele tuvo una luna de miel con el entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el mismo que calificó a nuestro país como una letrina y a los migrantes salvadoreños como pandilleros, delincuentes y terroristas; el mismo al que a Bukele le pareció simpático, cool. En ese tiempo, el Gobierno salvadoreño no tuvo reparos en que su relación con Estados Unidos fuera de vasallaje. Primero respaldó la política antimigrante de Trump. En 2019, recién llegado Bukele al poder, firmó convenios que declaraban a El Salvador como tercer país seguro, lo que permitía deportar a nuestro territorio a migrantes que entraban a suelo estadounidense de forma irregular. Además, desplegó a la Policía para impedir el paso de migrantes y aceptó la llegada de funcionarios estadounidense para que asesoraran a sus contrapartes salvadoreñas en temas aduanales y de seguridad fronteriza. También firmó un programa de intercambio de datos biométricos para prevenir la delincuencia y la amenaza a la seguridad pública. A cambio de todo eso, Estados Unidos extendió el TPS para dar respiro a casi 200 mil salvadoreños en aquellas tierras.
El problema inició con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca. Desde muy temprano, su administración comenzó a señalar públicamente que para controlar la migración no era suficiente construir un muro o firmar acuerdos de terceros países seguros, sino que era necesario contar con Gobiernos transparentes, honestos y respetuosos de los derechos humanos en los países de origen. Para Biden, por tanto, la única manera de detener la migración era y es atacar causas estructurales como la pobreza, la exclusión, la corrupción y la debilidad democrática. Ese fue el punto de inflexión en la relación con los Estados Unidos. Y vino el cambio. Mientras Bukele le prometió a Trump bajar los índices de migración para que tuviera éxito en su política contra los migrantes, frente a Biden reivindicó el derecho a migrar.
En el debate actual sobre el concepto, se considera que existen fenómenos y realidades a los que la soberanía no aplica, porque escapan a las competencias de un solo Estado. Por ejemplo, las violaciones a los derechos humanos, el medioambiente y los crímenes de lesa humanidad. Bukele habla de soberanía como habla de libertad, entendiéndolas a su conveniencia. Defiende la soberanía entendida como su derecho a hacer lo que él quiera sin que la comunidad internacional diga nada. Exige al país del norte no meterse en los asuntos internos del país, pero se burló a través de Twitter de los congresistas estadounidenses que le pidieron mayor transparencia y respeto a los medios de comunicación. Además, hizo un llamado a no votar por la reelección de la congresista Norma Torres. Más allá de sus intenciones y de los efectos que logra en los suyos, Bukele quedó retratado en la ONU tal cual es: un prestidigitador autócrata que construye en discursos lo que le falta en la realidad.