Este año se cumplen dos siglos desde aquel 15 de septiembre de 1821 en que se firmó el acta de independencia. El bicentenario presenta una gran oportunidad para reflexionar sobre nuestra historia, sobre las luces y sombras que han condicionado los destinos de El Salvador, los errores y aciertos a lo largo del camino, las fortalezas y debilidades de nuestra sociedad, así como los retos que enfrenta el país para consolidar el sueño libertario y emancipador que dio lugar a la independencia y al surgimiento de las naciones centroamericanas. Este análisis no debe realizarse con un espíritu triunfalista o nacionalista, pues ello dificultaría sacar las lecciones pertinentes para diseñar un mejor futuro.
El sueño de un país independiente y soberano implica por necesidad una sociedad verdaderamente inclusiva, fraterna, libre, con seguridad y paz, con igualdad de oportunidades para todos, con respeto a las diferencias y la diversidad, con un alto nivel de desarrollo humano y con plena justicia social. Un país independiente y soberano es aquel que promueve la igual e inalienable dignidad de toda persona a través de la plena vigencia de los derechos humanos en lo político, lo social, lo económico y lo cultural. Por ello, para evaluar estos doscientos años de independencia, las preguntas claves son qué tan capaces han sido el Estado y la sociedad de construir un país para todos, cuánto han contribuido al desarrollo humano del pueblo salvadoreño.
Desde esta perspectiva, El Salvador ha fallado, puesto que no ha logrado avanzar en la consolidación del desarrollo humano, la democracia, la justicia social y el respeto a los derechos humanos en beneficio de la mayorías. En estos doscientos años hemos sido incapaces de construir un Estado y una sociedad que velen por el bien común, que fomenten la fraternidad y la participación de todos en el progreso y el bienestar del que hoy solo goza una pequeña porción de la población. La comunidad académica y las instituciones educativas tienen una gran responsabilidad en ello.
El sector académico y educativo no ha hecho lo suficiente por inculcar en los jóvenes, en los futuros profesionales, un espíritu crítico y los valores de entrega, servicio y solidaridad. No ha insistido lo suficiente en la importancia de preservar la ética y fomentar la cultura de paz; en la necesidad de contribuir a la búsqueda del bien común y al respeto a los derechos humanos; en generar conciencia de que culminar estudios universitarios es un privilegio que obliga a trabajar por una verdadera justicia social.
Es importante que el sistema educativo en su conjunto reflexione al respecto y asuma un mayor y más eficaz compromiso con la formación de los líderes que el país requiere para caminar por el camino correcto. Si se quiere un futuro como el que esboza nuestro himno nacional: la libertad como dogma, la paz como dicha suprema, el progreso como camino de un feliz porvenir, el respeto a los derechos extraños y el apoyo en la recta razón como más firma ambición, es necesario que se trabaje arduamente en la siembra de estos valores en las mentes y corazones de la gente, comenzando por aquellos que están en edad de formarse.
Sin embargo, iniciamos la celebración del bicentenario con muchos nubarrones en el horizonte, que presagian tormentas, ponen en duda el porvenir nacional y anuncian la repetición de capítulos tristes y dolorosos de nuestro pasado. Estamos siendo testigos de decisiones gubernamentales que niegan los principios de libertad, paz, respeto y uso de la recta razón de los que habla el himno nacional. Ello obliga a los ciudadanos en general, pero especialmente a las instituciones que buscan la verdad y que se identifican con la inteligencia y la razón, a estar alertas y señalar con claridad todo lo que vaya en contra de los principios democráticos, el Estado de derecho y el bienestar nacional. Deben trabajar con responsabilidad y a través de alianzas, desde un diálogo abierto y comprometido con la democracia, la libertad y la paz, para afrontar los retos de nuestro país.