En estos últimos meses, la sociedad salvadoreña ha tomado mayor conciencia del enorme problema social que representa la violencia y parece estar más decida que nunca a trabajar para acabar con este terrible flagelo. Pero a pesar de todos los esfuerzos que se han realizado, la violencia no disminuye o lo hace muy lentamente; tan lentamente que parece que no se van a lograr avances a mediano plazo.
La violencia tiene raíces muy fuertes en nuestra sociedad; raíces que se han ido profundizando a lo largo de nuestra historia antigua y reciente. La violencia es parte de la cultura machista en la que hemos sido educados por varios siglos y de la que no logramos liberarnos. La violencia ha sido por lustros la forma más común de resolver los conflictos entre nosotros. Los más de 20 años de conflicto armado entre hermanos es la mejor muestra de ello. Y lo más grave: un Estado que ha usado impunemente la violencia contra sus ciudadanos, llegando a masacrarlos en lugar de cumplir con su sagrada misión de defender la vida de su pueblo.
Venimos de una larga historia de violencia. Violencia usada para controlar al pueblo y someterlo a los intereses de una minoría. Violencia para defender el poder. Una sociedad que ha sido resquebrajada por las mayores violencias que puede recibir el ser humano: la miseria, la injusticia, la negación de la propia dignidad humana. Violencia en el seno de las familias, haciendo de estas una realidad incapaz de ofrecer cariño, comprensión y apoyo a sus miembros. Violencia que se expresa cotidianamente en la práctica subterránea de la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente, a pesar de ser una sociedad mayoritariamente cristiana. Violencia que fue denunciada por monseñor Romero hace ya más de treinta años.
En una cultura en la que la violencia está tan arraigada, no se puede esperar que la Policía y, mucho menos, el Ejército puedan resolver solos el problema. Tampoco endurecer las penas para los menores y los adultos es la medicina que nos salvará de esta enfermedad. Solo será posible erradicarla si se realiza un cambio profundo en cada salvadoreño y salvadoreña, un cambio en nuestras actitudes que nos lleve a superar toda actitud violenta y a construir una cultura de paz.
Se dice que ante la violencia ya no es posible quedarse de brazos cruzados y esperar que otros sean los que actúen y resuelvan el problema. Es verdad. Todos debemos hacer algo. Este pueblo ha mostrado a lo largo de la historia una gran voluntad, una gran capacidad de resistencia y una fortaleza para superar las enormes dificultades que ha tenido que enfrentar. Pero hoy pareciera que el fenómeno de la violencia lo ha paralizado y que no sabe cómo actuar ni qué hacer.
El P. Ellacuría, en tiempo de guerra, decía que para la transitar hacía la paz era necesario que el pueblo se reuniera en los caseríos, en los cantones, en los municipios e hiciera oír su voz, que manifestara qué pensaba del conflicto y qué caminos de solución veía para el mismo. Hoy sus palabras siguen siendo válidas y necesarias. La violencia viene de una minoría y la sufre la gran mayoría. Y esta gran mayoría, que es el pueblo honrado y trabajador, el pueblo honesto y esforzado que quiere vivir en paz, que quiere que sus hijos puedan caminar tranquilos por las calles y plazas, puede y tiene el deber de cambiar las cosas.
Solo este pueblo unido, pensando en conjunto y trabajando unido, podrá enfrentarla. No con la ley del Talión, ni con espíritu de venganza, sino con la ley de Jesús, con la ley del rechazo frontal a la violencia con la no-violencia. La no-violencia es la única forma capaz de fomentar la paz ya que neutraliza al contrario y lo deja sin argumentos para actuar violentamente.
Se trata, pues, de un cambio profundo en nuestro comportamiento. Se trata de trabajar para construir juntos una cultura de paz que deje desarmados a los violentos. El camino será largo, pero es seguro que al final se impondrá el amor y podremos vivir en una paz profunda y verdadera.