Tanto los asesinatos cometidos durante el repunte de homicidios como las masivas capturas en el Estado de Excepción son de personas de los sectores populares, de las zonas periféricas de las ciudades, de la zona rural más abandonada del país. Nombres como Soyapango, Apopa, Tonacatepeque, El Congo, etc. son los que han sonado en estos días. En 24 horas de aplicación del Estado de Excepción la policía informó de más de 1,400 capturas en 50 operativos. Por lo menos en los reportes no figuran las zonas residenciales y privilegiadas de las ciudades.
Una semana después de iniciada la respuesta del gobierno, oficialmente se reportaron más de 4000 detenciones, la inmensa mayoría de personas pobres. De hecho, las catalogadas por la policía como “zonas rojas” por su peligrosidad se ubican en los sectores populosos en los que los servicios básicos no están garantizados. Entonces, ¿La delincuencia es patrimonio de la pobreza o, en el mejor de los casos, es consecuencia de ella? Este tipo de afirmaciones se ha extendido en el mundo, incluso en instancias internacionales que atribuyen a la pobreza y a la desigualdad el aumento de los índices delictivos. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con este tipo de generalizaciones porque no son ciertas. La pobreza es un gravísimo problema que amerita todos los esfuerzos posibles para reducirla, pero no hay que perder de vista que hay países en África o aquí cerca en Centroamérica que tienen mayores niveles de pobreza que El Salvador y reflejan menores índices de homicidios y de hechos delictivos. La carencia de recursos económicos no aumenta la propensión a aumentar los hechos delictivos. Por el contrario, no se puede olvidar que quienes en el pasado extrajeron millones de dólares del erario público o quienes lo siguen haciendo en la actualidad no son, o ya no son a estas alturas, miembros de sectores populares sino de estratos superiores económicamente hablando.
Quizá entonces lo que se criminaliza no es tanto la pobreza en sí misma, sino a los pobres. Quizá también de ello se deriva la aporofobia o el miedo a los pobres como señala Adela Cortina. No se teme tanto a la pobreza como a los pobres, aunque a muchos les aterre la sola idea de no poder conservar su nivel de vida desahogado. Trabajos de investigación periodística han revelado que los 62 homicidios perpetrados el sábado 26 de marzo ocurrieron en 44 municipios de 12 departamentos del país. 47 de esos homicidios fueron de personas que no pertenecían a las pandillas y básicamente eran vendedores, albañiles, obreros, taxistas, amas de casa, campesinos y un largo etcétera de los oficios más humildes y menos remunerados del mercado laboral. Es decir, los asesinatos fueron de gente pobre. Lo mismo puede coludirse de las imágenes transmitidas prolijamente por instancias del Estado de los capturados en este tiempo. Las cárceles están llenas de presuntos delincuentes, pero de comprobados pobres.
El Salvador y Estados Unidos comparten algo: son los países con los índices de personas privadas de libertad más altos por cada 100 mil habitantes en el mundo. Para el año 2021, el país más rico del mundo tenía 639 personas detenidas por cada 100 mil habitantes, mientras que El Salvador ocupaba el segundo lugar con 562 detenidos por cada 100 mil habitantes. Está por verse si después de las capturas masivas de los últimos días,El Salvador destrona a Estados Unidos de ese bochornoso lugar.
Así como lo más común para medir los niveles de violencia es contar el número de muertos, también lo más frecuente, ante los altos niveles de delitos y violencia, es aumentar el presupuesto de seguridad, tener más efectivos, aumentar los castigos y meter a más y más personas a la cárcel. Mientras haya más capturados, se cree que más disminuirá la violencia. Pero las cosas no son tan simples como se pintan. Los estudios sobre encarcelamiento en América Latina y El Caribe sugieren que más personas en las cárceles no representa una solución para los hechos delictivos. Al contrario, en algunos países como en El Salvador mismo, los han aumentado.
El presidente y su gobierno están demostrando que, no solo no han cambiado las políticas fallidas de los gobiernos pasados, sino que las repiten, aunque conozca sus resultados. A Bukele, las medidas manoduristas le sirven para reafirmar su perfil de paladín del pueblo que no tiene ningún miramiento para con los delincuentes y para justificar la aprobación de más millones de dólares para combatir a las pandillas, apuesta que ya hicieron los gobiernos anteriores y fracasaron.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 85.