Una de las preocupaciones de la filosofía política fue explicar cómo y por qué los gobiernos terminan convirtiéndose en regímenes viciados e intolerables para los gobernados. Preocupación a la que no debemos renunciar, sobre todo, por las falencias, desaciertos e inconsistencias constitucionales de nuestro sistema republicano y representativo. Por tales imperfecciones, continuamente nos vemos amenazados a que nuestros gobernantes se extravíen en el camino de la arbitrariedad, los abusos y las violaciones a los derechos humanos.
Toda asociación que desea ser viable necesita de normas pero, sobre todo, necesita de su cumplimiento por parte de sus miembros, fundamentalmente de aquellos que la rigen. Incluso, en las monarquías, cuyo acceso al trono era por sucesión hereditaria y se legitimaba en el denominado derecho divino, al rey se le exigía el cumplimiento de las leyes. En efecto, los monarcas debían regirse por la ley natural, es decir, por aquellos principios racionales que estaban en concordancia con los preceptos divinos para generar la mayor felicidad de los súbditos y del reino. Si esto era así en las monarquías, cuánto más debe esperarse de un sistema republicano como el nuestro en donde tampoco los electos por el voto ciudadano para ocupar la más alta magistratura están por encima de la constitución.
El que ahora prevalezca una perspectiva secular de entender la política, no significa que los gobernantes quedan libres de cumplir con la constitución ni exentos de fundar sus acciones en criterios básicos de justicia social. Es cierto que los seres humanos, tomados en su individualidad, no son completamente virtuosos ni tampoco, tomados en su conjunto, lo son. De hecho, la falta de virtud en los hombres era el principal argumento de Maquiavelo para determinar las posibilidades estratégicas del gobernante. Pero no es menos cierto que el cumplimiento de las regulaciones a las que se ha llegado en una sociedad política sea elemental para el bienestar de todos. La sugerencia que hacía Maquiavelo al magistrado de no obedecer la fe jurada cuando sus intereses se ven amenazados o de fingir su obediencia pues, al fin y al cabo, el “populacho” se atiene más a las apariencias (Maquiavelo, XVIII, pp. 30-31), lamentablemente es la divisa de muchos.
Difícilmente podemos encasillar a los regímenes políticos de inicios del siglo XXI dentro de las tipologías que los clásicos de la filosofía política elaboraron. Lo que podemos hacer es retomar ciertos rasgos de aquellas tipologías que nos ayuden a caracterizar a un régimen en donde los gobernantes incumplen o violentan la ley. En ese sentido, la clasificación de Montesquieu es muy útil. Para él, el déspota era aquel gobernante que no se regía por reglas sino por sus caprichos. El principio que identificaba a su régimen no era el honor (monarquía) ni la virtud (democracia), sino el temor, el miedo, por lo que exigía a sus gobernados una completa obediencia (Montesquieu, III, VIII-X, pp. 19-22). La obediencia no era, entonces, a la ley sino al déspota. Ciertamente, hubo otras caracterizaciones del despotismo (Turchetti, pp. 67-111) pero que no vienen al caso.
En nuestro sistema republicano, prácticamente estos rasgos despóticos se han manifestado de manera bifronte, es decir, a través del abuso del poder cometido por el ejecutivo y por el legislativo. No me detendré a caracterizarlos en función de dilucidar cuál de los dos es más grave que el otro, aunque debemos recordar que en el pasado actuaron de manera confabulada y que el despotismo del primero acusa una mayor peligrosidad por tener constitucionalmente a su disposición el uso de los aparatos coercitivos del Estado.
Los Acuerdos de Paz de 1992 nos han ofrecido un esquema, imperfecto si se quiere, de las líneas maestras a seguir para construir un régimen y una sociedad democrática. Incluso, en sus vacíos encontramos claves para evitar en el presente y en el futuro las tentaciones despóticas de cualquiera de los dos órganos del Estado. Nuestra responsabilidad como ciudadanos consistirá en exigir al poder, dentro de los límites constitucionales, el respeto a las leyes y al funcionamiento del andamiaje republicano.
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Referencias:
1. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, México: Porrúa, 1985.
2. Carlos Luis de Secondat, barón de la Bréde y de Montesquieu, El espíritu de las leyes, México: Porrúa, 1995.
3. Mario Turchetti, “¿Por qué nos obstinamos en confundir despotismo y tiranía? Definamos el derecho de resistencia” en Revista de Estudios Políticos (nueva época), N° 137 (2007) pp. 67-111.
* Sajid Herrera, director de UCA Editores. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 7.