En el anterior primer comentario a la más reciente encíclica del papa Francisco, Laudato si, dimos una visión de conjunto del documento y enunciamos las realidades que, según la carta, producen el deterioro del planeta y merman la calidad de vida de gran parte de la humanidad. Era el momento de ver, de hacerse cargo de la realidad a partir de lo que realmente son las cosas para convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar. En este segundo momento, se analiza esa realidad a la luz de los distintos saberes para ir a la raíz de la situación crítica. Y no podía ser de otra manera porque, como lo explica el papa, si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus múltiples causas, deberíamos reconocer que las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad. Si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, dice Francisco, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje.
Ahora bien, una vez reconocida esta necesidad de apertura a un diálogo con todos para buscar juntos caminos de liberación, el papa ofrece las convicciones de la fe cristiana, que, a su juicio, conlleva grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de las personas más frágiles. Explica que si el solo hecho de ser humanos mueve a las personas a cuidar el ambiente del cual forman parte, “los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe”. Por eso, enfatiza, es un bien para la humanidad y para el mundo que los creyentes reconozcamos mejor los compromisos ecológicos que brotan de nuestras convicciones. De ahí que a este momento de interpretación, interpelación y compromiso ético se le denomina “Evangelio de la creación”. ¿Qué dicen los grandes relatos bíblicos acerca de la relación del ser humano y el mundo? Veamos al menos tres aspectos fundamentales de la visión cristiana de la ecología —reseñadas en la encíclica— así como sus implicaciones para la vida concreta.
Primero, para la tradición judeocristiana, “creación” es más que naturaleza. Según esta perspectiva, la creación tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación solo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal. El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación; la creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado. Por esa razón es considerado Evangelio, es decir, Buena Noticia.
Segundo, para el pensamiento bíblico, la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, esos vínculos fundamentales se han roto no solo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de “dominar” la tierra (cf. Gn 1, 28) y de “labrarla y cuidarla” (cf. Gn 2,15). Como resultado de ello, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se transformó en un conflicto.
Tercero, la teología de la creación nos recuerda que no somos Dios y que la tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder —se argumenta en la encíclica— a una acusación lanzada al pensamiento judeocristiano: se ha dicho que desde el relato del Génesis que invita a “dominar” la tierra, se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza, presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Sin embargo, en el documento papal se aclara que esta no es una correcta interpretación de la Biblia. Hoy, replica el pontífice, debemos rechazar con fuerza que del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Y a renglón seguido menciona la importancia de leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y retomar su sentido genuino que nos invitan a “labrar y cuidar” el jardín del mundo. Mientras “labrar” significa cultivar, arar o trabajar; “cuidar” significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras.
De esta visión se desprenden consecuencias éticas ineludibles para la consecución de una forma de con-vivir humanizadora. Por ejemplo, el papa habla de la convicción de que, siendo creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Dios, dice, nos ha unido tan estrechamente al mundo que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación. Por otra parte, la encíclica señala que en la visión cristiana es fundamental el destino común de los bienes, cuyos frutos deben beneficiar a todos. Para los creyentes, esto se convierte en una cuestión de fidelidad al Creador, porque Dios creó el mundo para todos. Por consiguiente, todo planteamiento ecológico debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más débiles. El principio de la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso es una “regla de oro” del comportamiento social y el “primer principio de todo el ordenamiento ético-social”. La tradición cristiana, puntualiza, nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada, más bien subrayó la función social de ella.
El Evangelio de la creación también exige una coherencia testimonial. Sostiene que no puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos. Asimismo, denuncia la evidente incoherencia de quien lucha contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanece completamente indiferente ante la trata de personas, se desentiende de los pobres o se empeña en destruir a otro ser humano que le desagrada. Esto pone en riesgo el sentido de la lucha por el ambiente. Y refiriéndose a un modo histórico de entender la vida y la acción humana que se ha desviado y que contradice la realidad hasta dañarla —es decir, al modelo tecnocrático dominante—, el papa Francisco propone una ecología integral (ambiental, económica, social, cultural y de la vida cotidiana) que posibilite un cambio de rumbo, una conversión ecológica. Desde luego, esto pasa por la puesta en práctica de unas líneas de orientación y acción deseables, realistas y operativas —sin dejar de ser utópicas en el sentido positivo del término— que vayan a la raíz de los problemas. Es el momento de la acción transformadora, que abordaremos en el próximo comentario.