El Gobierno de El Salvador es ahora omnipresente y muy poderoso. Domina los poderes legales como el Ejército, la Policía y la Asamblea. Domina los poderes culturales, como los medios de comunicación, las redes sociales o los discursos religiosos. Y también domina los poderes paralegales a través de procesos como su cuidadosa negociación con líderes de las principales pandillas salvadoreñas.
Gracias a este poder, el Gobierno es capaz de decidir no solo sobre qué tema hablamos en la sociedad, sino qué enfoque hacemos sobre esos temas. Esa capacidad del Gobierno ha construido una ciudadanía del “ojo por ojo”. Nuestros actuales gobernantes, en lugar de utilizar su inmenso poder para incidir de forma intencionada en la construcción de ciudadanías críticas y solidarias, han construido y reforzado un discurso de venganza, de odio y de mentira. La ciudadanía del ojo por ojo es la que responde a la violencia con violencia, la que no tolera la crítica y la que sueña con un país en donde todas las personas piensen igual. Incluso aunque en la vida cotidiana se den cuenta de que esto es imposible, la constante manipulación de las emociones lleva a muchos a burlarse de los otros, a los insultos constantes y a la falta de tolerancia. La desconfianza reina en este tiempo de nuevas ideas.
Sin embargo, a pesar de ese poder, hay procesos políticos que el Gobierno y su equipo de comunicación no pueden controlar. Esto es lo que podemos llamar: “los límites de la comunicación”. El primer límite ha sido un límite cultural. El fútbol. Si bien el escritor Alessandro Barico, en su libro sobre Los bárbaros, reflexiona sobre la pérdida del alma del fútbol, el uruguayo, Eduardo Galeano, nos ha recordado que esta es “la única religión sin ateos”. Quizá ambos autores exageren un poco pero apuntan un síntoma epocal. En el ámbito cultural de nuestro tiempo, el fútbol se encuentra en el centro de las emociones. Fin del debate. Las ciudadanías del ojo por ojo, tan dispuestas a no negociar, están dispuestas a mucho si ello les permite continuar con un fútbol que es tradición y sueño de una nación que se inventa. Y eso, el Gobierno no supo entenderlo a cabalidad.
El segundo límite de la comunicación haría sonreír a Marx y a muchos economistas. A pesar de los muchos intentos para que hablemos de otros temas, la situación económica que la sociedad salvadoreña atraviesa no consigue ser manejada por el aparato gubernamental. La caída del bitcoin está ahí. También sigue ahí el peligro real de la pérdida de las pensiones y, sobre todo, el alto costo de la vida, que hace que cada vez más familias empiecen a recortar sus gastos cotidianos. Que lo digan los más de sesenta mil salvadoreños capturados en la frontera sur de Estados Unidos en lo que va del año. Esa conversación sigue. Y si el Gobierno sigue incentivando el ojo por ojo, puede provocar un estallido social en la medida que la población descubra que las medidas de austeridad no son precisamente populares en el gobierno actual y que los salarios de más de cinco mil dólares abundan entre los funcionarios, mientras que el pueblo sufre hambre y padece de muchas privaciones.
El tercer límite de la comunicación tiene que ver con ese universo oscuro y poco transparente del crimen organizado y la represión estatal. La receta más explosiva de acuerdo a las pocas moralejas que la historia nos deja. Hasta hoy, todos los gobiernos que llegaron después de la firma de los Acuerdos de Paz consiguieron que en este país se instalara un mito: acá no hay crimen organizado, lo que hay son pandillas. Acabemos con los mareros y la violencia terminará. Sin embargo, esta telenovela es bastante conocida y hasta el día de hoy no ha terminado nunca bien. Porque la violencia no para, porque hay estructuras criminales, que pueden llamarse pandillas, traficantes, secuestradores, asesinos que tienen distintos niveles de vinculación y connivencia con el Estado. Y a eso se le llama crimen organizado. La comunicación del “diente por diente” ha empezado a salir mal en la medida en que controles internacionales señalan cada vez más a funcionarios del Gobierno por su complicidad con el debilitamiento democrático.
Y el mayor problema es que todos perdemos. En un Estado sin controles, en una sociedad sin rendición de cuentas y con información que no se transparenta, en un tiempo con unos funcionarios acostumbrados a instalar su propia verdad desde la prepotencia y la burla, en un país que ha hecho de la matonería su política pública, ya no importará quién gobierne, porque la tentación de perdurar la herencia de estas ideas viejísimas en el país de los nuevos autoritarismos es mucha. Ojalá estas ideas sean simplemente una alerta y no una profecía. Debemos, como sociedad, renunciar a la ciudadanía del ojo por ojo y la política del diente por diente. Debemos encontrar las nuevas razones de nuestra esperanza.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 99.