El reconocido biblista John Dominic Crossan plantea que la Biblia proclama una visión radical de la justicia: su sentido principal no es el retributivo, sino el distributivo. Es decir, ser justo significa distribuir equitativamente todo cuanto pueda uno pensar, aunque se trate de la retribución o del castigo. El Dios de la Biblia hace lo que es justo actuando según derecho y aplica el derecho haciendo lo que es justo. Es un Dios que exige justicia distributiva especialmente para quienes son débiles social y estructuralmente: viudas, huérfanos, y emigrantes. De ahí que, según Crossan, el malentendido más grave y de más largo alcance de la tradición bíblica es interpretar la justicia divina como retributiva en lugar de distributiva, como si significara el castigo apropiado para algunos en vez de una parte justa para todos. Un texto emblemático sobre esta visión radical de la justicia lo representa, según el autor, el salmo 82:
Dios se levanta en la asamblea divina, rodeado de dioses juzga. ¿Hasta cuándo darán sentencias injustas poniéndose de parte del culpable? Defiendan al débil y al huérfano, hagan justicia al humilde y al necesitado, salven al débil y al mendigo, liberándolos del poder de los malvados. No saben, no entienden, caminan a oscuras, tiemblan hasta los cimientos de la tierra. Yo declaro: aunque sean dioses y todos sean hijos del Altísimo, morirán como cualquier hombre, caerán como un príncipe cualquiera.
Para Crossan, este texto resume de forma espléndida el carácter del Dios de la Biblia. En él se contempla una escena mitológica en la que Dios se sienta entre los dioses en el consejo divino. Los dioses paganos no son destronados por ser tales, ni por ser diferentes, ni por representar competencia. Son destronados por su injusticia, por su negligencia divina, por el mal ejercicio trascendental de su cargo. Son rechazados porque no exigen ni hacen justicia entre los pueblos de la tierra. Y esa justicia se interpreta como protección para los pobres frente a los ricos, protección para los sistémicamente débiles frente a los sistémicamente poderosos.
La justicia divina, pues, no es una justicia genérica, abstracta o puramente celestial. En el libro del Levítico, por ejemplo, está asociada a medidas muy precisas: “No explotarás a tu prójimo ni lo despojarás. No retendrás contigo hasta el día siguiente el salario del obrero. No maldecirás al sordo ni pondrás tropiezos al ciego […]. No darán sentencias injustas en los juicios ni cometerán injusticias en pesos y medidas”. De esta visión radical de la justicia se alimenta y se inspira tanto el pensamiento social cristiano como la doctrina social de la Iglesia. Ambos motivados por un mismo propósito: hacer más humana y justa la sociedad donde vivimos. De los desafíos que ello implica habló el papa Francisco en el encuentro con diversas organizaciones de trabajadores y representantes de cámaras y gremios empresariales durante su visita a México.
El papa comenzó haciendo una constatación:
El tiempo que vivimos ha impuesto el paradigma de la utilidad económica como principio de las relaciones personales. La mentalidad reinante, en todas partes, propugna la mayor cantidad de ganancias posibles, a cualquier tipo de costo y de manera inmediata. […]. La mentalidad reinante pone el flujo de las personas al servicio del flujo de capitales provocando en muchos casos la explotación de los empleados como si fueran objetos para usar, tirar y descartar. Dios pedirá cuenta a los esclavistas de nuestros días, y nosotros hemos de hacer todo lo posible para que estas situaciones no se produzcan más.
Luego, planteó un proceso de acción esperanzadora:
Cada sector tiene la obligación de velar por el bien del todo; todos estamos en el mismo barco. Todos tenemos que luchar para que el trabajo sea una instancia de humanización y de futuro; que sea un espacio para construir sociedad y ciudadanía. Esta actitud no solo genera una mejora inmediata, sino que a la larga va transformándose en una cultura capaz de promover espacios dignos para todos. Esta cultura, nacida muchas veces de tensiones, va gestando un nuevo estilo de relaciones, un nuevo estilo de nación.
Por su espíritu realista, el papa sabe que lo planteado al mundo del trabajo no es fácil. Su propuesta es contracultural: no dejar el futuro en manos de la corrupción, del salvajismo y de la falta de equidad. Desde el pensamiento social cristiano, proclama que el lucro y el capital no son un bien por encima del hombre, sino que deben estar al servicio del bien común. Cuando el bien común es forzado a estar supeditado al lucro y al capital, se produce exclusión, que poco a poco se consolida en una cultura del descarte.
Todos los cristianos, según Francisco, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor. De ahí que sugiere pensar en el tipo de sociedad que estamos construyendo y dejando a las nuevas generaciones: ¿Queremos legarles una memoria de explotación, salarios insuficientes, acoso laboral y tráfico de trabajo esclavo? ¿O queremos dejarles una cultura de trabajo digno, techo decoroso y tierra para trabajar? ¿Qué atmósfera van a respirar? ¿Un aire viciado por la corrupción, la violencia, la inseguridad y la desconfianza o, por el contrario, uno capaz de generar renovación o cambio?